Miércoles de Ceniza: "Rasgad vuestros corazones"
El profeta Joel (2,12-18) exhorta al pueblo a practicar la penitencia para conmover a Dios. Ha de ser una penitencia auténtica, que implique el corazón: “convertíos a mí de todo corazón”, “rasgad vuestros corazones, no vuestros vestidos”. La razón de ser de todos los ritos penitenciales, su finalidad última, es que se encienda “el celo de Dios” por su tierra, para que perdone a su pueblo, porque Dios es “compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en amor”.
Un mensaje semejante lo encontramos en el Salmo 50: “Oh, Dios, crea en mí un corazón puro”, “por tu inmensa compasión borra mi culpa”. La renovación del corazón equivale a una nueva creación. Al final de su carta apostólica Con corazón de padre, dedicada a san José, el papa Francisco escribe: “No queda más que implorar a san José la gracia de las gracias: nuestra conversión”. La gracia de las gracias supone volverse a Dios, apartándose del pecado, y acoger el perdón y la justicia que vienen de lo alto. Se trata de la obra más excelente del amor de Dios; una obra aun mayor que la creación de todo lo visible y lo invisible, porque manifiesta una misericordia mayor, decía san Agustín.
El versículo antes del Evangelio vuelve a incidir en el mismo punto: “No endurezcáis vuestro corazón; escuchad la voz del Señor”. Para el Obispo de Hipona, y para la tradición cristiana, el corazón es el lugar del encuentro del hombre con Dios; con la encarnación de la misericordia de Dios, que es Jesucristo: “redeamus ad cor, ut inveniamus eum” (“regresemos al corazón para encontrarle”).
“No endurezcáis hoy vuestro corazón”. Este hoy es la actualidad de la liturgia, es el tiempo de Jesucristo, en quien Dios habla por sí mismo: “En otro tiempo – comenta san Agustín - oísteis su voz por Moisés, y endurecisteis vuestros corazones. Habló por un pregonero cuando endurecisteis vuestros corazones; ahora habla por sí mismo; que se enternezcan vuestros corazones. El que enviaba delante de sí mensajeros, se dignó venir personalmente. Ahora habla por su boca, el que hablaba por los profetas. Luego, si oyerais hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones” (Comentario al Salmo 94,12).
Regresar al corazón. Ahí está el camino de la Pascua, porque en el misterio pascual encuentra su recapitulación la historia de amor de Dios con el hombre. Regresar al corazón para encontrar a un Dios que tiene corazón, que se conmueve; para encontrar el corazón traspasado de Jesús, “que salva al mundo, en cuanto se abre” (J. Ratzinger).
Nuestros corazones tienen que “rasgarse”, que abrirse, a semejanza del suyo, para que “vuelva lo bello”, en palabras de Hans Urs von Balthasar: “Lo bello volverá solo cuando entre la salvación trascendente, teológica, y el mundo perdido en el positivismo y en la frialdad despiadada, la fuerza del corazón cristiano será tan grande como para experimentar el cosmos como revelación de un abismo de gracia y de incomprensible amor absoluto”. No se trata solo de “creer”, sino de experimentar; de creer con el corazón (cf. Rom 10,10).
“Entre el atrio y el altar lloren los sacerdotes, servidores del Señor” (Jl 2,17). En la frialdad despiadada de la guerra, a todos, en primer lugar a los ministros ordenados, se nos pide un alma sacerdotal, capaz de “llorar”, de dejarse conmover para conmover a Dios. Amén.
Guillermo Juan-Morado.
Publicado en Atlántico Diario.
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