Los Magos y el Camino de Santiago

Una de las narraciones más fascinantes de toda la Biblia – y de la literatura universal - es el relato de la visita de los Magos a Belén, que se encuentra casi al comienzo del evangelio según san Mateo, justo después de haber hablado del nacimiento de Jesús. Se suele admitir que los Magos eran, probablemente, astrónomos babilonios, especialistas en escudriñar los fenómenos naturales.

El profeta pagano Balaán había anunciado una promesa de salvación, un porvenir glorioso para Israel: “Lo veo, pero no es ahora, lo contemplo, pero no será pronto: Avanza una estrella de Jacob, y surge un cetro de Israel” (Números 24,17). La estrella era signo de un dios y, luego, de un rey divinizado. En la profecía de Balaán, la estrella ha de ser el rey de Israel y, andando el tiempo, el Mesías.

Los Magos no eran solo astrónomos. Benedicto XVI escribe que eran “sabios”: “representaban el dinamismo inherente a las religiones de ir más allá de sí mismas; un dinamismo que es búsqueda de la verdad, la búsqueda del verdadero Dios, y por tanto filosofía en el sentido originario de la palabra”.

En cuanto a la estrella, puede aventurarse que no se trata solamente de una imagen para hablar del rey futuro, sino que posiblemente haya sido, además, un astro. Kepler calculó que en el año en el que, de modo verosímil, nació Jesús, se produjo una conjunción de los planetas Júpiter, Saturno y Marte; una conjunción asociada, presumiblemente, a una supernova, una estrella extraordinariamente luminosa, como la que brilló en Belén.

“¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo”, preguntaron los Magos en Jerusalén. Se pusieron en camino “y, de pronto, la estrella que habían visto salir comenzó a guiarlos hasta que vino a pararse encima de donde estaba el niño. Al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría”, nos dice san Mateo.

Los Magos supieron escudriñar el lenguaje de la creación, los indicios en el cosmos de la presencia de Jesús. Un conmovedor villancico de los ortodoxos rusos, “En una noche oscura”, evoca una estrella brillante y pone en labios de María estas palabras: “Duerme, Jesús, pequeñito. Duerme, estrella mía”. Son palabras que hacen recordar a san Romano Melodo: “Porque ha nacido por nosotros/, Niño pequeñito/ el Dios de antes de los siglos”. Unas palabras que cualquiera que haya experimentado la paternidad podría repetir: su niño, pequeñito, es la estrella.

Decía el cardenal Newman que lo propio de los cristianos es estar a la expectativa, a la espera de Cristo: en el pasado, en el futuro y en el presente. Estar alerta. Un peregrino a Santiago está alerta; es decir, está en búsqueda. Recorre un camino que persigue encontrar el sentido de la existencia. El sentido, la coherencia, del amor: ¿Vale la pena amar, a pesar de las decepciones? El sentido, la coherencia, del desafío de los retos y de la muerte: “En medio de todos los saberes inciertos, solo la muerte es cierta”, decía san Agustín. El sentido, la coherencia, de la esperanza en el futuro, como invitación a la confianza: “La esperanza es posible justamente porque ninguna de sus alternativas (o la aniquilación o la sobrevida) se impone categóricamente sobre su contraria”, escribe Juan Luis Ruiz de la Peña.

Jesús es la estrella que apunta a un amor absoluto; a un poder, el de ese amor, capaz de derrotar a la muerte; a un futuro definitivo, que habla de la resurrección, de la vida plena para siempre.

María, en el villancico evocado, llama a Jesús, pequeñito, “estrella mía”. Los peregrinos a Santiago, como los Magos, se “abren a lo más profundo y común que nos une a los humanos: seres en búsqueda, seres necesitados de verdad y de belleza, de una experiencia de gracia, de caridad y de paz, de perdón y de redención”. Así se expresaba Benedicto XVI en su homilía de la Plaza del Obradoiro en 2010. En suma: “Quien peregrina a Santiago, en el fondo, lo hace para encontrarse sobre todo con Dios que, reflejado en la majestad de Cristo, lo acoge y bendice al llegar al Pórtico de la Gloria”.

Compostela es el “campo de la estrella”. Alude esa forma toponímica a las luces milagrosas que indicaban el lugar del sepulcro del Apóstol. Luces o luminarias, quizá no estrellas tan luminosas como la de Belén. Quizá “luces cercanas”. Benedicto XVI nos recordaba que, para llegar a Jesús, “necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía”.

La previsible visita del papa Francisco, en este Año Santo Compostelano, nos recordará, seguramente, que esas luces cercanas apuntan, como la gran luz de Belén, al otro, a la misericordia, a la compasión.

Guillermo Juan Morado.

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