Lecturas: "Cadenas y terror", de Ioan Ploscaru
Ioan Ploscaru, “Cadenas y terror. Un obispo greco-católico clandestino en la persecución comunista en Rumanía”, BAC, Madrid, 2020, ISBN: 978-84-220-2144-5, 479 páginas.
“Estuve en la cárcel durante 15 años, cuatro de ellos aislado. Liberado en el 1964, he sido continuamente vigilado, acechado, perseguido y otra vez interrogado; he sufrido arrestos domiciliarios; he tenido a veces miedo en los años sucesivos. Y han sido 25 años” (p. 24). Quien escribe estas palabras es Ioan Ploscaru (1911-1998), obispo greco-católico rumano, que se formó en Cluj (Rumanía), ampliando estudios teológicos en Estrasburgo (Francia). Fue ordenado sacerdote en 1933 y obispo en 1948.
El libro que comentamos constituye un ejercicio de memoria. El autor nos cuenta su propia trayectoria vital en la Rumanía comunista y, al mismo tiempo, relata los acontecimientos que afectaron a la Iglesia greco-católica rumana a raíz de su ilegalización en 1948, con la consiguiente entrega de sus lugares de culto a la Iglesia ortodoxa rumana. El 27 y 28 de octubre de 1948 fueron arrestados todos los obispos greco-católicos y católicos de rito latino de Rumanía. Por orden de Pío XII, el nuncio apostólico en Bucarest ordenó en secreto a otros obispos; entre ellos, Ioan Ploscaru.
Los siete obispos greco-católicos muertos con fama de mártires en las prisiones o en situación de detenidos fueron beatificados por el papa Francisco el 2 de junio de 2019: Vasile Aftenie, Valeriu Traian Frenţiu, Ioan Suciu, Tit Liviu Chinezu, Ioan Bălan, Alexandru Rusu y Iuliu Hossu.
El Congreso de Cluj, convocado para el 1 de octubre de 1948, tuvo como finalidad la “unificación”, decretada a la fuerza, de la Iglesia greco-católica rumana con la Iglesia ortodoxa. Quiso ser una réplica a la Unión con Roma de 1700, que había tenido lugar en Alba Iulia. Una “unificación”, la de 1948, “no solo contraria a la moral y al derecho canónico, sino también ilegal desde el punto de vista de la democracia, de la constitución y por la intromisión de las fuerzas de la policía” (p. 77). Una unificación alabada por el patriarca ortodoxo, Justinian Marina, que la consideraba “la obra de su vida” (p. 457).
La negativa de los obispos greco-católicos, y de la mayor parte de su clero, a unirse a la Iglesia ortodoxa trajo consigo el arresto de obispos y sacerdotes, la ocupación de las catedrales y las ordenaciones clandestinas de nuevos obispos que habrían de velar por la reorganización de la iglesia en esas circunstancias de persecución. No solo el clero, sino también los fieles laicos fueron objeto de la presión y el terror – “las dos armas del comunismo” (p. 125)- por parte de las autoridades del Estado.
Ioan Ploscaru narra sus dos arrestos, los sucesivos interrogatorios en las diversas sedes de la “Securitate”, así como los métodos de coacción empleados: la paliza en las plantas de los pies, la paliza sobre caballetes, el “método del tapete”, la paliza en los testículos, la paliza con el saco de arena… y tantas otras formas “refinadas” de obtener la confesión de los detenidos. Tras el arresto, incluso sin juicio, la peregrinación por diferentes cárceles: Jilava, Sighet – prisión de exterminio, actual sede del Museo memorial de las víctimas del comunismo y del Centro de estudios sobre el comunismo -, Malmaison y, tras un juicio en el tribunal militar de Bucarest, Uranus, Gherla, Piteşti, Dej, Zarka…
Sobre estas prisiones escribe el autor: “Las cárceles comunistas han representado un medio de exterminio de todos los que no estaban de acuerdo con el régimen de una sociedad basada sobre el odio y que anulaba cualquier huella de moral cristiana” (p. 173). La alternativa era: ser “reeducados” o morir. “Todo estaba destinado a destruir el sentido de la dignidad individual y a destruir la moral para capitular” (p.173).
La gran defensa frente a ese intento de destrucción de lo humano era la oración: “A través de la oración, el alma fortalecía el cuerpo, lo iluminaba y le otorgaba el poder de resistir, de soportar, de enfrentarse al sufrimiento, a la soledad, al hambre, al aislamiento” (p. 175). En esas cárceles, muchas veces en celdas de aislamiento, estos hombres mantuvieron, a pesar de todo, la fe y el propósito de no abandonar la Iglesia católica, llegando incluso al martirio.
Los esfuerzos de “reeducación” podían ser brutales. Los malos tratos se repetían hasta lograr el anonadamiento moral y la pérdida de dignidad de los reeducados: “Le forzaban a comer heces, le orinaban en la boca, le obligaban a confesar haber practicado aberraciones sexuales con sus padres y hermanos, etc. Cuando el reeducado ejecutaba todo como un robot, le pedían probar sus nuevas ‘convicciones’, aplicando a un recién llegado el sistema de reeducación que le habían aplicado a él. El exceso de sufrimiento inducía en él una crueldad demencial. Uno llegó a confesar: ‘¡Si me hubieran traído a mi propio padre, lo habría matado!’ ” (p.283). En el mejor de los casos, ser reeducado equivalía a reconocerse culpable, a alabar las actuaciones del régimen y a convertirse en informadores (cf. p. 435).
El libro de Ioan Ploscaru, ágilmente escrito, ayuda a pensar en la gravedad de los totalitarismos, que surgen cuando los que ejercen el poder se erigen como norma suprema de lo que ha de ser el hombre y la sociedad, olvidando la dignidad de las personas y la ley moral natural. Entre los derechos fundamentales de la persona, y en la base de los mismos, está el derecho a la libertad religiosa, un derecho natural que ha de ser reconocido también como un derecho civil.
Asimismo, esta obra permite al lector menos familiarizado con las iglesias orientales abrir la mente y el corazón a los católicos no latinos; en este caso, a los greco-católicos rumanos, que han padecido por defender su fe, la unidad de la Iglesia y la multiplicidad de sus dones. En el martirio, muchos de ellos han dado el supremo testimonio, sin albergar odio hacia sus perseguidores, de la fidelidad a Cristo hasta las últimas consecuencias. Como escribe el mismo Ploscaru: “Por todos los sufrimientos que he debido soportar, ¡sea alabado Dios por los siglos de los siglos!” (p.24).
Guillermo Juan Morado.
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