Lecturas. Una biblioteca en el oasis, de J.M. de Prada
Lecturas: “Una biblioteca en el oasis”, de Juan Manuel de Prada
A Pablo Cervera Barranco, redactor jefe de la edición española de Magnificat, se le ocurrió la idea de pedirle a Juan Manuel de Prada que realizase una serie de recensiones para esa revista que llevarían el título de “Literatura para la fe”. Esa petición ha tomado forma en el libro que reseñamos: Juan Manuel de Prada, Una biblioteca en el oasis. Literatura para la fe (Magnificat SAS, 2021, ISBN: 978-84-18607-03-5, 414 páginas).
Juan Manuel de Prada (Baracaldo 1970) es un escritor de sobra conocido en el mundo de la lengua española. En el “liminar” de este libro, de Prada nos dice que Magnificat le ofreció la ocasión de “poder mostrar a sus lectores mis inquietudes literarias, mis pesquisas intelectuales, mi particular visión del mundo” (p. 22). La recopilación de textos, versando cada uno de ellos sobre una obra literaria, se ha ido elaborando en atención al triple factor mencionado: inquietudes, pesquisas, visión del mundo. Pero no se trata de factores anónimos, sino caracterizados por el adjetivo posesivo “mi”/ “mis”. De Prada escribe, y no podría ser de otro modo, desde su personal punto de vista.
En 60 capítulos breves se comentan otras tantas obras literarias. De autores bien diversos; algunos clásicos como Cervantes, Calderón de la Barca o Tirso de Molina, aunque la mayoría de ellos contemporáneos, de los siglos XIX, XX y XXI. Enumero a estos autores, indicando entre paréntesis el número de obras de cada uno que son recensionadas: E. Álvarez (1), H. Belloc (2), R.H. Benson (4), G. Bernanos (1), W.P. Blatty (1), L. Bloy (3), P. Calderón de la Barca (2), L. Castellani (4), M. de Cervantes (1), G.K. Chesterton (8), P. d’Ors (1), Ch. Dickens (1), S. Endo (2), J.A. Giménez-Arnau (1), G. Greene (1), F. Hadjadj (1), E. Hello (2), V. Horia (1), P. Lagerkvist (1), C.S. Lewis (3), F. Mauriac (1), T. de Molina (1), J.H. Newman (3), F. O’Connor (1), G. Papini (1), F.W. Rolfe (1), J. Roth (1), H. Sienkiewicz (1), B. Smith (1), G. Thibon (2), V. Volkoff (1), G. von le Fort (1), E. Waught (1), M. West (1), Ch. Williams (1), cardenal Wiseman (1).
Como escribe de Prada en el “liminar”: “descubrí que los títulos que cada mes glosaba en Magnificat tenían algo de radiografía espiritual: allí se congregaban, inevitablemente, mis autores predilectos (y, cuanto más predilectos, con mayor reincidencia), pero también autores vivos que osan desafiar el empeño de nuestra época por matar el espíritu; allí se reunían las obras más populares y consagradas (alguna vez, incluso, para recibir un varapalo) junto a las obras más oscuras y descatalogadas, las obras sublimes sin interrupción junto a las obras decididamente menores que sin embargo nos conquistan por el asunto que tratan, o por la perspectiva que adoptan para tratarlo, o porque de vez en cuando intercalan páginas memorables en las que destellan una idea que nos convence, una frase que nos conmueve, una observación que nos interpela” (p. 18).
Estos libros, seleccionados por de Prada, hablan de Dios y de su alianza con el hombre; versan sobre el “drama” humano, que resultaría incomprensible sin la acción divina. A la teología – y en particular a la teología fundamental – le resulta de interés la literatura por varias razones. En primer lugar, porque la revelación es una historia sobrenatural tejida de obras y palabras y que, como tal historia, puede ser contada, narrada. Muchas veces los literatos consiguen encontrar las palabras adecuadas para mostrar la profundidad de los contenidos de la fe o del mismo acto de creer.
Del Diario de un cura rural se cita, por ejemplo, este pasaje iluminador, que debería hacernos pensar en lo impropia que resulta la expresión que tantas veces usamos de “cristiano no practicante”: “La expresión perder la fe, como si se perdiera un monedero o un manojo de llaves, me ha parecido siempre un poco necia. Sin duda, pertenece a ese vocabulario burgués, legado por esos tristes sacerdotes del siglo XVIII, tan habladores. No se puede perder la fe. La verdad es que deja de informar la vida y nada más. Y por eso los viejos directores de conciencia no proceden mal mostrándose escépticos sobre las crisis intelectuales, mucho más raras de lo que se pretenden. Cuando un hombre culto va poco a poco rechazando de una manera insensible su creencia, hasta relegarla en un rincón de su cerebro […], la fe se convierte en un signo abstracto que ya no se parece a la fe” (p.59).
Asimismo, la literatura puede ser un campo propicio, un ámbito en el que se muestre la credibilidad que hace posible la fe, ya que en ocasiones testimonia “la acción de la gracia en un territorio propiedad en gran parte del demonio”, como escribió Flannery O’Connor (p. 219). No se puede olvidar – tal como subraya la más reciente teología fundamental – la relevancia de la imaginación en la fe. Y la imaginación es la fuerza que permite el despliegue de la literatura. Como dice de Prada, a propósito de una obra de Benson: “Sabía que, cuando al creyente se le niega la posibilidad de imaginar las realidades espirituales, termina por dejar de creer en ellas” (p.227).
Ojalá, como pide el autor, la lectura de esta biblioteca del oasis conduzca hacia la fuente de agua fresca que es Dios, “dispuesto a refrescar y devolver el vigor y la alegría a quienes vagamos exhaustos por el desierto” (p.22). Se comparta o no del todo la visión del mundo de Juan Manuel de Prada, la lectura de este libro merecerá mucho la pena.
Guillermo JUAN-MORADO.
Los comentarios están cerrados para esta publicación.