Semana Santa
Lunes Santo
“La casa se llenó de la fragancia del perfume”. En Betania, en la casa de los amigos de Jesús, donde el Señor había devuelto a Lázaro a la vida, no le piden a una sierva que lave los pies al huésped. Se ocupa de ello María en persona: “tomó una libra de perfume de nardo, auténtico y costoso, le ungió a Jesús los pies y se los enjugó con su cabellera”.
María no se limita a la lavar los pies de Jesús, sino que los perfuma. Con este gesto, María lleva al límite la gratuidad del don, en un exceso de amor que huye de toda cicatería y que cae en el “bendito desperdicio donde se entrevé un corazón agradecido”. La gratitud, como la fragancia, llena toda la casa.
Lo que para unos es “olor de vida”, para otros será “olor de muerte que mata”. En contraste con María, Judas se queja del dispendio, “no porque le importasen los pobres, sino porque era un ladrón”.
San Agustín nos anima a ungir los pies de Jesús obrando la justicia, viviendo la fe: “Unge los pies de Jesús viviendo bien; sigue sus huellas; enjúgalas con tus cabellos. Si tienes algo superfluo, dalo a los pobres y habrás enjugado los pies del Señor “. De este modo, el mundo podrá percibir en el testimonio de los cristianos el buen olor de Cristo.
Martes Santo
“Uno de vosotros me va a entregar”. “No cantará el gallo antes de que me hayas negado tres veces”. Jesús “se turbó en su espíritu”, se entristeció por la proximidad de su pasión, por la traición de Judas y por la próxima negación de Pedro.
“Jesús se encuentra con la majestad de la muerte y es tocado por el poder de las tinieblas, un poder que Él tiene la misión de combatir y vencer”. En Jesús se cumple la Escritura; tiene que padecer hasta el final, experimentando incluso la incomprensión y la infidelidad de los suyos, de sus más cercanos amigos.
“En aquella hora, Jesús ha tomado sobre sus hombros la traición de todos los tiempos, el sufrimiento de todas las épocas por el ser traicionado, soportando así hasta el fondo las miserias de la historia”, escribe Benedicto XVI.
Judas sale para entrar en la noche, se marcha de la luz hacia la oscuridad, porque el poder de las tinieblas se había apoderado de él. Pedro, que quiere seguir a Jesús antes de estar preparado, terminará negándolo. Aunque, a diferencia de Judas, se arrepentirá de sus negaciones y seguirá “más tarde” al Señor con su propia muerte martirial.
Con la Iglesia, cada uno de nosotros puede aclamar a Cristo: “Salve, Rey nuestro, obediente al Padre; fuiste llevado a la crucifixión, como manso cordero a la matanza”.
Miércoles Santo
“El Hijo del hombre se va como está escrito; pero ¡ay de aquel por quien es entregado!”. Judas decide entregar a Jesús, ponerlo en manos de los sumos sacerdotes. Estos aceptan la oferta y le pagan con treinta monedas de plata. Se suele creer que se trata de una cantidad pequeña de dinero. Se cumple así la Escritura, que en el libro del profeta Zacarías dice: “Y contaron mi salario: treinta monedas de plata”.
Comienza la fiesta de la Pascua y la entrega de Jesús. El Señor conoce perfectamente los sucesos de su inminente destino y, en cierto modo, también los dirige, en la conciencia de que su tiempo “está cerca”. Al atardecer, mientras comían, Jesús desvela quién lo va a entregar.
“¿Soy yo acaso, Señor?” pregunta cada uno de los discípulos. Un interrogante que podemos dirigirnos a nosotros mismos: ¿En qué medida, con nuestra actuación o con nuestra pasividad permitimos que Jesús sea entregado?
Todo lo que sucede es conforme a las Escrituras; sin embargo, las personas que intervienen en contra de Jesús optan libremente y son culpables de sus traiciones. También nosotros, siempre que obramos mal, aunque podemos tener la certeza de que el Señor se compadece de nuestros errores y está dispuesto a perdonarnos.
Triduo Sacro
Viernes Santo:
Misa Vespertina de la Cena del Señor, el Jueves Santo:
La Eucaristía se celebra en la provisionalidad de la fe y en la expectación esperanzada de que la Pascua de Cristo será también nuestra pascua, nuestro paso definitivo al Padre, nuestra entrada en el Reino, en la verdadera tierra de promisión.
Mientras aguardamos la gloriosa venida de Nuestro Salvador, cumplimos su mandato: “Haced esto en memoria mía”. Hacemos memoria de su Cuerpo entregado y de su Sangre derramada. Una memoria que actualiza, en el signo sacramental de la Eucaristía, el sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la Cruz.
“Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. La Pascua de Cristo nos sitúa en el extremo del amor de Dios: de un Dios que sale de sí mismo hasta el abajamiento supremo de la Cruz; de un Dios que se convierte en esclavo, lavando los pies de sus discípulos; de un Dios que expresa de forma máxima la ofrenda libre de sí en una cena en la que su Cuerpo, que va a ser entregado, es el alimento y su Sangre, que va a ser derramada, es la bebida.
“La Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús". El amor de Dios se nos da como alimento en la Eucaristía y nos capacita para amar como Cristo ama.
Es ese el marco para comprender el mandamiento nuevo que nos da Jesús: “Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables, son un único mandamiento".
Celebración de la Pasión del Señor, el Viernes Santo:
Ante Pilato Jesús contesta con soberana serenidad: “Mi reino no es de este mundo”. Cuando todo está ya cumplido, desde el trono de la Cruz, el Señor “entregó su Espíritu”, el principal don de la Pascua.
Sus piernas no fueron quebradas, porque no pueden ser quebrados los huesos del Cordero Pascual. De su costado traspasado por la lanza salió sangre y agua, símbolo de la Iglesia, edificada por los sacramentos pascuales del Bautismo y la Eucaristía.
La Cruz que adoramos es la Cruz victoriosa del Crucificado. La Cruz ante la que nuestras rodillas se doblan, reconociendo, con esa genuflexión, la gratuidad y la grandeza del amor del Redentor. La Cruz que se convierte en señal distintiva de un estilo de vida que se identifica con el de Jesucristo.
Como escribe el apóstol San Pablo: Cristo, por nosotros, “se sometió incluso a la muerte, y una muerte de Cruz. Por eso, Dios lo levantó sobre todo, y le concedió el ‘Nombre-sobre-todo-nombre”. El Señor aparece así como el modelo perfecto de las disposiciones que hemos de tener los cristianos, haciendo nuestros “los sentimientos propios de Cristo Jesús”.
El ayuno del Viernes Santo nos permite recordar que somos hombres hambrientos de salvación; y que nuestra hambre se verá saciada con la vida nueva que nos regala Cristo Resucitado, cuando el gozo de la Pascua ilumine las tinieblas de la noche y nos haga vislumbrar “la luz gozosa de la santa gloria del Padre celeste inmortal”, el “santo y feliz Jesucristo”.
Sábado Santo
Sobre el misterio del Sábado Santo debemos reproducir las muy cuidadas palabras del Catecismo de la Iglesia Católica:
“Cristo, por tanto, bajó a la profundidad de la muerte para ‘que los muertos oigan la voz del Hijo de Dios y los que la oigan vivan’. Jesús, ‘el Príncipe de la vida’ aniquiló ‘mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al diablo y libertó a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud’. En adelante, Cristo resucitado ‘tiene las llaves de la muerte y del Infierno’ y ‘al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en los abismos’.
‘Un gran silencio envuelve la tierra; un gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio, porque el Rey duerme. La tierra está temerosa y sobrecogida, porque Dios se ha dormido en la carne y ha despertado a los que dormían desde antiguo. Va a buscar a nuestro primer Padre como si éste fuera la oveja perdida. Quiere visitar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte. Él, que es al mismo tiempo Dios e Hijo de Dios, va a librar de sus prisiones y de sus dolores a Adán y a Eva”, dice una Antigua homilía sobre el grande y santo Sábado.
Domingo de Pascua
Buscar “los bienes de allá arriba” equivale a vivir la vida nueva que Cristo, por su Pascua, nos ofrece; significa vivir en la fe, en unión con Cristo Resucitado, dilatando nuestra mirada para contemplar todas las cosas desde la perspectiva de Dios; significa vivir en la esperanza, sabiendo cuál es nuestra meta definitiva, sin detenernos en metas parciales; supone vivir en la caridad, aprendiendo a amar a Dios sobre todo y a los demás por amor a Dios.
A todo esto nos invita el Señor Resucitado: “Venid, por tanto, vosotros que sois estirpe de hombres manchados por los pecados, y recibid el perdón de los pecados. Yo soy, de hecho, vuestro perdón, yo soy la Pascua de salvación, yo soy el cordero inmolado por vosotros, yo soy vuestro rescate, yo soy vuestro camino, yo soy vuestra resurrección, yo soy vuestra luz, yo soy vuestra salvación, yo soy vuestro rey. Yo soy quien os conduce a las alturas de los cielos, yo os mostraré al Padre que vive desde la eternidad, yo soy quien os resucitará con mi diestra” (Melitón de Sardes).
Tal es la existencia nueva que nos regala la Pascua. Con palabras de la Secuenciade Pascua podemos decir: “Rey vencedor, apiádate de la miseria humana y da a tus fieles parte en tu victoria santa. Amén. Aleluya”.
Guillermo Juan Morado.
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