La Cuaresma y la alegría
La Cuaresma nos prepara para la celebración de la Pascua, para que avancemos en su inteligencia y la podamos vivir con mayor plenitud. La Pascua de Cristo, el camino de elevación al Padre que parte de la Cruz, es expresión del amor misericordioso de Dios: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna” (Jn 3,16).
Jesús, exaltado en la Cruz, a semejanza de la serpiente de bronce alzada por Moisés en un mástil, es salvación para todos los que le miren con fe. No podemos salvarnos a nosotros mismos ni podemos, con nuestras fuerzas, elevarnos a la condición de hijos de Dios: “Nadie se libera del pecado por sí mismo y por sus propias fuerzas ni se eleva sobre sí mismo; nadie se libera completamente de su debilidad, o de su soledad, o de su esclavitud. Todos necesitan a Cristo, modelo, maestro, libertador, salvador, vivificador” (Ad gentes, 8). San Pablo, en la carta a los Efesios, insiste en esta gratuidad de la salvación: “estáis salvados por su gracia y mediante la fe. Y no se de debe a vosotros, sino que es un don de Dios” (Ef 2,8).