El consuelo de Nuestra Señora de Fátima

La vida resurge paulatinamente. Si de algo tenemos certeza acerca del famoso virus es la convicción de que se sabe muy poco sobre él. Un virus que nos convierte, querámoslo o no, en socráticos, en humildes. No sabemos nada. Los que saben, no saben. Los que no sabemos, lo ignoramos casi todo. Mucho más de lo que nuestra soberbia nos hace creer.

Si no podemos “aprehender”, comprender plenamente, un virus, un simple virus, ¿cómo vamos a aprehender el misterio de Dios? San Anselmo de Aosta – los ingleses dicen de Canterbury – lo supo formular de un modo genial en su “Proslogion”. Dios es “aquel mayor del cual nada puede ser pensado”. Pero no todo era teología negativa, también había teología positiva: “Dios es lo mayor que puede ser pensado”.

Dios nos sitúa ante la nada y el todo. Nos da la medida existencial de las cosas. Nos pone en nuestro sitio. A todos. A la humanidad y a la Iglesia – que es, también,  parte de la humanidad, aunque sea una porción muy singular de la misma - . El misterio de Dios no es solo lo inaccesible para nuestras pretensiones de dominio. No, es también lo que sobrepasa nuestra capacidad de comprensión.



En medio de todo esto, sabiendo mejor que nadie de nuestros límites y mejor que nadie, salvo Dios mismo, de nuestros anhelos está María. ¿Qué quieren las madres? Solo quieren una cosa: Ver a y estar con sus hijos. Y María es la Madre de Cristo y también nuestra Madre. Somos hijos del Padre, hermanos de Cristo, hijos por la gracia de Nuestra Señora. El Espíritu Santo es el “lazo” que nos vincula – dicho sea dentro de la provisionalidad del lenguaje -.

La Virgen se ha mostrado como Madre, como lo que es. Y hoy, en la conmemoración de Nuestra Señora de Fátima, nos ha dado esperanza. Para mí ha sido casi un día de “hiperactividad”. Todos los cristianos hemos de trabajar. Todos. Pero no creeré nunca que el “trabajo” de un cura sea celebrar la Misa de modo “industrial”. La Santa Misa merece mucho más que eso.

Hoy, de modo muy excepcional y hasta creo que “extra-canónico”, he celebrado tres veces la Santa Misa. He ido a la Parroquia de Fátima de mi ciudad. Con muchos fieles, siempre dentro del aforo permitido. He celebrado esa memoria de Fátima en mi propia parroquia, con una asistencia muy comprometida. He tenido también que celebrar, poco después, tras las desinfecciones y todo eso, un funeral.

María nos lleva de la mano. Poco a poco. Con humildad. Ella no lo sabía todo sobre los virus, pero “conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón”.

Nos toca “meditar en el corazón”. También he comprobado que “lo divino” no es viable, salvo milagro, sin “lo humano”. Entre celebración y celebración, alguien, muy humano, muy lleno de amor a Dios, ha de desinfectarlo todo. Sin esa pobre contribución, “lo divino”, en su providencia ordinaria, no se hace presente. Aunque a Dios, y es triste que lo olvidemos, nadie lo limita.

Las madres lo ven todo. Lo grande y lo pequeño. Quieren ver a sus hijos. Pero también desean saber que este deseo, que en ellas es completamente dominante, no supone ningún mal para sus hijos. Ningún mal: Ni pequeño ni grande.

Guillermo Juan Morado.
13-mayo-2020.



Los comentarios están cerrados para esta publicación.