La tribulación y el escándalo. Los paganos y los malos cristianos
Vivimos un momento de tribulación. El mundo que hemos conocido parece venirse abajo y no sabemos aún cómo será el de mañana. Nuestra fe pequeña, raquítica tantas veces, puede inducirnos a pensar que, con el mundo, caerá también la Iglesia de Cristo – acaso lo que queda de ella - y, entonces, a la tribulación añadimos la zozobra más grave, la quiebra de la esperanza.
San Agustín predicó a sus diocesanos un sermón, el 81, con motivo de la caída de Roma. El 24 de agosto de 410 entraron en Roma las tropas de Alarico, saqueándola a hierro y fuego. El mundo antiguo, en el que se había sembrado el Evangelio de Cristo, se desmoronaba. Roma era no solo la capital del Imperio, sino asimismo la ciudad santa de Pedro y Pablo. Dos decenios después, Genserico asedió Hipona, donde su obispo, san Agustín, murió en el 430.
San Agustín les dice a sus oyentes que no teman la tribulación, pero que, sin embargo, huyan del escándalo. La tribulación es la prueba, la purificación que puede sacar lo mejor de nosotros mismos. El escándalo es, por el contrario, la invitación a blasfemar de Cristo, a apartarnos de él para, así, falsamente, pretender evadir la prueba.
¿En qué consiste la prueba, la tribulación? En la ruina del mundo: “El mundo es devastado, se estruja como el aceite en la almazara”. No se niega la realidad, que es adversa. Pero ese estrujamiento puede ser la ocasión que haga emerger lo más valioso de cada uno; dependerá de nuestra disposición con relación a Dios: “Llega la tribulación; será lo que tú quieras, o una prueba o la condenación. Será una cosa u otra según te encuentre. La tribulación es un fuego. ¿Te encuentra siendo oro? Elimina tus impurezas. ¿Te encuentra siendo paja? Te reduce a cenizas”.
¿En qué consiste el escándalo? En no guardarse de la seducción de aquellos que, desde fuera o desde dentro, nos incitan al mal; nos inducen a renegar de Dios, a desconfiar de él. En tiempos de san Agustín, esta incitación provenía de muchos paganos, que culpaban a los cristianos del hundimiento de Roma: La ciudad es devastada porque se había abandonado el culto a los dioses paganos. Pero esta queja provenía también de los que san Agustín llama “malos cristianos” que, para evitar la confrontación, estaban dispuestos a no disentir de esta visión errónea: “Mira lo que nos dicen los paganos, lo que nos dicen —y esto es más grave— los malos cristianos”.
También hoy resuena en nuestros oídos el susurro - o el grito - de tantos paganos de nuestros días: Dios ya no cuenta; ya no hay sitio para él, ni lo habrá en el edificio que sobre las cenizas que queden levantarán la ciencia y las utopías sociales. Ya no hay sitio para la Iglesia de Cristo, que ni está ni se le espera. Es curioso que quienes jamás han mostrado simpatía por la Iglesia digan, farisaicamente, que la echan de menos.
Pero – “y esto es más grave” - , la piedra de escándalo puede ser cada uno de nosotros, en la medida en que se empeñe en razonar como un pagano, sembrando la desconfianza y la discordia. No directamente contra Dios, para no parecer descaradamente impío, pero sí aliándose con aquellos que celebrarían la desaparición de la Iglesia. También hoy se oye, por parte de los nuestros, o quizá de nosotros mismos, la invitación a la blasfemia, a proferir palabras contra la Iglesia de Cristo: “¿No veis? La Iglesia, especialmente su jerarquía, los obispos y los sacerdotes, han abandonado a su suerte al rebaño, se han recluido en sus torres de marfil… Ya no es esa la Iglesia de Cristo. Ya no os pastorea. Os ha dejado; dejadla también vosotros a ella”.
De poco sirve, de poco sirvió a los paganos y a los malos cristianos del siglo V, que esas acusaciones fuesen solo insidias. Ni los dioses paganos podían salvar Roma ni los pastores de la Iglesia han abandonado al mundo a su suerte y, menos aún, a su rebaño. La Iglesia es madre que vela por la vida de sus hijos; sí, también por su salud. Los pastores siguen guiando al pueblo del Señor, predicando su palabra, ofreciendo el Santo Sacrificio, rezando, consolando a los enfermos, enterrando a los muertos, poniendo a disposición de quien lo necesite los bienes materiales que administran…
Están ahí, si se les quiere ver, si se quiere abrir los ojos del alma. Como están todos los cristianos, abrazando la suerte de este mundo, abriéndose a la prueba sin abandonar la confianza. Están en las casas, en las familias, orando con los niños, consolando a los afligidos.
Cumplen, como pueden, en las diversas cáritas, lo que el obispo de Hipona pedía a los suyos: “Os ruego, os suplico, os exhorto: sed mansos, compadeceos de los que sufren, acoged a los desamparados. Y en estas circunstancias en que abundan los exiliados, los necesitados, los fatigados, multiplíquese también vuestra hospitalidad, multiplíquense vuestras buenas obras. Hagan los cristianos lo que manda Cristo, y la blasfemia de los paganos revertirá exclusivamente en mal para ellos”.
Dios ha unido, en la tribulación, a su pequeño rebaño para hacerle saber que sigue siendo suyo.
¿Qué hacer con estos “malos cristianos”, quizá nosotros mismos?: “Donde hay disensión hay enfermedad o herida. Es miembro tuyo, pues; has de amarlo. Pero te sirve de escándalo: Ampútalo y arrójalo lejos de ti. No consientas; aléjalo de tus oídos, acaso, una vez corregido, vuelva”.
“No consientas”, no cedas a la invitación de apartarte de Cristo y de su Iglesia. Ten mansedumbre ante la adversidad, nos dice San Agustín: “Por tanto, en cualquier cosa buena que hagas, sea Dios el único en agradarte; en cualquier mal que sufras, que él no te desagrade. ¿Qué más? Haz esto y vivirás”.
Y, junto a la mansedumbre, la fe, despertando al Señor que parece dormir en la barca agitada por la tormenta: “Tu corazón se turba por las tribulaciones del mundo, igual que la nave en que dormía Cristo. Advierte, hombre cuerdo, la causa de la turbación de tu corazón; advierte cuál es el motivo. La nave en que duerme Cristo es tu corazón en que duerme la fe”.
Y añade: “Si está presente la fe, está presente Cristo; si la fe está despierta, está despierto Cristo; si la fe está olvidada, Cristo duerme. Despiértale, sacúdele, dile: «¡Señor, que perecemos!”.
Guillermo Juan Morado.
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