Sabor, antorcha, candelero
El Señor compara a sus discípulos con la sal y con la luz (cf Mt 5,13-16): “Vosotros sois la sal de la tierra”; “vosotros sois la luz del mundo”. ¿Qué significa ser sal y ser luz? La sal da sabor a los alimentos y los conserva. La luz ilumina, haciendo irradiar entre los hombres a Cristo, Luz del mundo (cf Jn 9,5).
Ser sal de la tierra equivale a conservar la alianza con Dios para, de este modo, hacer sabroso el mundo. Un mundo sin Dios es un mundo soso, sin gracia y sin viveza. No basta edificar el mundo solamente contando con la ciencia y con la tecnología; es preciso, asimismo, contar con la apertura a Dios y a los hermanos. Dios existe y es Él quien nos ha dado la vida: “Solo Él es absoluto, amor fiel e indeclinable, meta infinita que se trasluce detrás de todos los bienes, verdades y bellezas admirables de este mundo; admirables pero insuficientes para el corazón del hombre” (Benedicto XVI).
Abriéndonos a Dios, viviendo en comunión con Él, nos convertimos en “templo de Dios vivo” (2 Co 6,16). De este modo, Dios puede morar entre los hombres y hacer presente en el mundo el amor incondicional y el perdón sin límites. Para ser sal de la tierra, debemos ser dóciles a la acción del Espíritu Santo, dejándonos conformar con Cristo para convertir nuestra existencia en un culto grato al Padre.
La comunión con Dios se traduce en servicio al prójimo: “Parte tu pan con el hambriento, hospeda a los pobres sin techo, viste al que va desnudo, y no te cierres a tu propia carne” (cf Is 58-7-10). En Dios podemos reencontrarnos con el otro y ver en el otro algo más que un congénere; ver a un hermano. La coherencia entre la fe y la vida sazonará todas nuestras actividades y todas nuestras relaciones con los demás: en la familia, en el trabajo, en el ocio, en nuestros compromisos con la sociedad en su conjunto.
El mismo testimonio cristiano se convierte así no sólo en sal, sino también en luz: “Entonces romperá tu luz como la aurora”, dice Isaías. La Luz que es Cristo, reflejada en la vida de los creyentes, disipará entonces las tinieblas que envuelven el mundo: “Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo” (Mt 5,16).
La imagen de la luz podemos aplicarla no sólo al testimonio de la vida, sino también a la enseñanza cristiana, a la predicación de Cristo crucificado (cf 1 Co 2,1-5). Anunciando el Evangelio, comunicamos a los hombres la verdadera ciencia que proviene de Dios; la sabiduría que ilumina el mundo. Los cristianos no tenemos que predicarnos a nosotros mismos, sino a Cristo. Es su Luz la que no debemos ocultar, sino permitir que resplandezca en la Iglesia, edificada sobre Cristo como una ciudad puesta en lo alto de un monte.
Quien enciende la antorcha es Cristo, que “ha llenado con la llama de su divinidad la lámpara de tierra de nuestra naturaleza humana” (Beda). Como decía san Hilario, “la antorcha de Cristo se coloca sobre el candelero, esto es, suspendida en la cruz por la pasión, cuya antorcha había de producir una luz eterna a todos los que habitasen en la Iglesia”. Que nosotros nos dejemos alumbrar por Jesucristo y así podamos transmitir su luz a todos los hombres.
Guillermo Juan Morado.
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