Virgen Madre del Rey
“¡Salve, Madre santa!, Virgen Madre del Rey, que gobierna cielo y tierra por los siglos de los siglos!”. Con estas palabras, la Iglesia saluda a María, la Madre de Jesucristo, el Verbo encarnado. Jesús es en verdad hombre, “nacido de una mujer” (Gá 4,4), y es en verdad Dios.
Por su maternidad, María establece una relación única con Dios. Sin dejar de ser criatura, Ella “aventaja con mucho a todas las criaturas del cielo y de la tierra” (Lumen gentium 53). Asimismo, María está singularmente unida a Jesucristo mediante un vínculo materno-filial, personal y permanente.
La maternidad de María es una maternidad virginal: “María es Virgen, porque es Madre, y es Madre, porque Virgen” (M. Ponce). El único origen humano de Jesús es su Madre, que lo concibió virginalmente por el poder del Espíritu Santo. Los Padres de la Iglesia “ven en la concepción virginal el signo de que es verdaderamente el Hijo de Dios el que ha venido en una humanidad como la nuestra” (Catecismo 496).
En la maternidad divina encuentran su razón de ser la inmaculada concepción de Nuestra Señora y su asunción en cuerpo y alma al cielo, como participación en la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte.
Asociada a la obra de la salvación, María “reunía en su corazón las pruebas de la fe”, comenta San Ambrosio de Milán a propósito de las palabras de San Lucas: “Y María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lc 2,19). No basta la inteligencia humana para comprender la grandeza del misterio de Cristo; se hace preciso “captar con el corazón lo que los ojos y la mente por sí solos no logran percibir ni pueden contener” (Benedicto XVI).
El corazón purísimo de la Virgen acoge en la fe las maravillas realizadas por Dios. Ella, que llevó en su seno a Jesucristo, lo llevó en su corazón “con una suerte mayor que cuando lo concibió en la carne”, dice San Agustín. En este camino de fe, María nos sale al encuentro, nos ayuda y nos guía.
El Papa Pablo VI, en la exhortación apostólica Marialis cultus, enseñaba que la solemnidad de Santa María, Madre de Dios, “está destinada a celebrar la parte que tuvo María en el misterio de la salvación y a exaltar la singular dignidad de que goza la Madre Santa, por la cual merecimos recibir al Autor de la vida”.
Asimismo, añadía el Papa, es “ocasión propicia para renovar la adoración al recién nacido Príncipe de la paz, para escuchar de nuevo el jubiloso anuncio angélico (cf. Lc 2, 14), para implorar de Dios, por mediación de la Reina de la paz, el don supremo de la paz”.
Un camino que hay que transitar para alcanzar la paz es el respeto a la libertad religiosa. Pidamos, por intercesión de la Virgen, que podamos “escuchar la propia voz interior, para encontrar en Dios referencia segura para la conquista de una auténtica libertad, la fuerza inagotable para orientar el mundo con un espíritu nuevo, capaz de no repetir los errores del pasado” (Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 2011).
Guillermo Juan Morado.
Los comentarios están cerrados para esta publicación.