La hinchazón de la soberbia y la humildad de la fe
En la profecía de Habacuc se contraponen dos actitudes: el injusto tiene el alma hinchada, mientras que el justo vivirá por su fe (cf Ha 2,2-4). Frente a la hinchazón de la soberbia está, como un auténtico principio que dinamiza la propia vida, la humildad de la fe.
La fe, como la esperanza y la caridad, adapta las facultades del hombre a la participación de la naturaleza divina (cf Catecismo 1812). Es Dios mismo quien, infundiendo en nuestra alma la virtud de la fe, nos capacita para una vida nueva que se caracteriza no por la cerrazón en uno mismo, sino por la apertura y la relación con la Santísima Trinidad.
Se entiende entonces que San Pablo, citando el texto de Habacuc: “El justo vivirá de la fe” (Rm 1,17), resalte la primacía de la iniciativa de Dios. No somos nosotros quienes nos hacemos justos a nosotros mismos, es Dios quien nos hace justos, borrando nuestros pecados y renovándonos interiormente con su gracia.
Esta relación nueva que la fe hace nacer en nosotros está llamada a incrementarse, a hacerse más profunda e intensa. Por la fe, hemos comenzado a ser de Dios y, si correspondemos a su gracia, si tratamos de conocerlo más cada día, si intentamos amar y cumplir su voluntad, Dios completará en nosotros lo que Él mismo ha iniciado.
No debe sorprendernos que los Apóstoles pidiesen al Señor: “Auméntanos la fe” (cf Lc 17,5-10). Ya pertenecían a Jesucristo, ya eran sus amigos, ya habían sido llamados por Él, pero esta pertenencia al Señor no se ve jamás culminada en la tierra, sino en el cielo, cuando vivamos por siempre con Dios.
Cada uno de nosotros puede hacer suya esa súplica. Puede constatar, asimismo, lo mucho que falta para que nuestra entrega a Él sea plena. Creemos, sí, pero no creemos del todo, en la medida en que subsisten en nuestra mente pensamientos que no son compatibles con los pensamientos de Dios, o en nuestro corazón afectos e inclinaciones que no proceden de Él ni llevan a la unión con Él.
La fe es un itinerario de comunión creciente, un camino de obediencia concreta en el que, incluso habiendo hecho todo lo mandado, no habríamos hecho nada más que lo mandado. San Beda escribe que “la perfección de la fe en los hombres consiste en reconocerse imperfectos después de cumplir todos los mandamientos”. La perfección nuestra, lo que nos da el acabamiento de nuestro ser, su plenitud, está más allá de nosotros: es Dios mismo. Es Él quien generosamente nos perfecciona porque nos diviniza.
El cristiano, tal como San Pablo aconseja a Timoteo, debe reavivar el don recibido; debe guardar la fe y vivir de ella. Pero también ha de profesarla, testimoniarla con firmeza y difundirla: “No tengas miedo de dar la cara por nuestro Señor”, “toma parte en los duros trabajos del Evangelio”, “vive con fe y amor cristiano” (cf 2 Tm 1,6-8.13-14).
Dios no nos pide nada que Él no haya hecho. Enviando a su Hijo e infundiendo en nuestros corazones el Espíritu Santo, Dios “ha dado la cara” por nosotros, por decirlo así. Nos ha abierto de par en par las puertas de su corazón para que podamos vivir en Él y con Él.
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