Señor, ¡ten piedad!
Homilía para el Domingo XXIV del Tiempo Ordinario (Ciclo C)
En la Sagrada Escritura, la misericordia es a la vez ternura y fidelidad. La ternura refleja el apego instintivo de un ser a otro; por ejemplo, el de una madre o de un padre hacia su hijo. La fidelidad alude a una bondad consciente y voluntaria, no meramente instintiva, que equivale, en cierto modo, al cumplimento de un deber interior.
En Dios vemos reflejadas de modo eminente ambas acepciones de la misericordia. Dios se siente vinculado por lazos muy firmes a cada uno de nosotros. Nuestra suerte, nuestro destino, no le resulta indiferente. Esta ternura se traduce en compasión y en perdón. Dios es capaz incluso de “arrepentirse” de su cólera, que es una muestra de su afección apasionada por el hombre.
Dios cede a la súplica de Moisés y “se arrepintió de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo” (cf Ex 32,7-14). San Pablo experimenta en primera persona esta compasión divina: “Dios derrochó su gracia en mí, dándome la fe y el amor cristiano” (cf 1 Tm 1,12-17).
Pero la misericordia de Dios es, igualmente, fidelidad. Dios se manifiesta tal como es; obra en coherencia con su ser más íntimo, que no es otro que el amor. Podríamos decir que Dios no puede no amar. Y ese amor fiel se traduce en paciencia y en espera, en una permanente disposición que busca la conversión de los pecadores.
La oveja o la dracma perdida, así como el hijo pródigo que regresa a la casa del Padre, son imágenes del pecador que vuelve a Dios y que, con ese retorno, es capaz de conmover su corazón.
En Jesús se ha manifestado la misericordia de Dios. Cada vez que celebramos la Santa Misa, acudimos a Él diciendo: “Kyrie eleison!”, “Señor, ten piedad!”. Afligidos por nuestro pecado, por nuestra miseria, imploramos su ternura y su fidelidad. Como Moisés, nos permitimos refrescar la memoria de Dios para que no tenga en cuenta nuestros pecados, sino la fe de su Iglesia.
La experiencia del perdón, la certeza de la alegría de Dios causada por nuestro retorno, debe incitarnos a hacer nosotros lo mismo con los demás. Si el pecado mueve nuestra ira, el pecador debe mover nuestra misericordia. Aquel que peca es también nuestro hermano. Su extravío, su fragilidad, es similar a la nuestra. Junto al Padre, también nosotros debemos estar a la espera en una actitud que no puede ser de fría censura, sino de alegre acogida.
“Dios tuvo compasión de mí”. La certeza de San Pablo debe ser también, en primera persona, nuestra certeza. Una seguridad que infundía ánimos a Santa Teresa de Lisieux: “¡Qué alegría más dulce de pensar que Dios es justo, es decir, que tiene en cuenta nuestras debilidades, que conoce perfectamente la debilidad de nuestra naturaleza!”.
Esta seguridad dilata nuestro corazón para hacerlo semejante al corazón de Cristo, según una lógica que San Juan sintetiza de modo claro y admirable: “En esto hemos conocido el amor: en que Él dio su vida por nosotros. Por eso también nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos” (1 Jn 3,16).
Guillermo Juan Morado.
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