La puerta estrecha
La palabra “salvación” constituye uno de los términos esenciales del vocabulario cristiano. Sin embargo, no resulta fácil proporcionar una definición. Puede entenderse como “el estado de realización plena y definitiva de todas las aspiraciones del corazón del hombre en las diversas ramificaciones de su existencia” (G. Iammarrone).
¿Es posible la salvación? ¿Cabe esperarla? ¿Debemos aguardar una vida que sea plenamente vida? Para muchos, la vida cumplida y feliz se circunscribe al horizonte de la historia. La “salvación” sería, entonces, una vida buena, caracterizada por el bienestar, por el disfrute de la salud, de una posición económica desahogada y de una estabilidad emocional.
El Evangelio abre un panorama más amplio. La salvación del hombre consiste en su apertura a Dios; en la comunión de vida con Él. Esta posibilidad de una existencia nueva es, fundamentalmente, un don de Dios. Un regalo que Dios nos ha hecho enviando a Cristo y haciéndonos partícipes de su Espíritu. La salvación como vida en comunión con Dios se inicia aquí, en la tierra, y encuentra su plenitud en el cielo.
Este don divino comporta la redención del mal y de la corrupción. Comporta también el rescate del pecado y de la muerte. Los bienes que hacen buena la vida no son, desde esta perspectiva, exclusivamente los bienes de este mundo, porque estos bienes pueden estar presentes o no estarlo. No es seguro que siempre podamos gozar de buena salud, o de la abundancia de dinero. No está tampoco en nuestras manos evitar la muerte de las personas a las que amamos.
La salvación que Cristo nos ofrece es compatible con la ausencia de estos bienes y, por ello, es capaz de engendrar una esperanza que va más allá de las posibilidades meramente humanas. El gran obstáculo, la amenaza del sufrimiento, ha sido removido por Él en la Cruz. Siguiendo las huellas de Cristo doliente es posible encontrar la vida que merece la pena ser vivida, sin que nada ni nadie pueda arrebatárnosla.
¿Qué hacer para acceder a esta nueva vida? Jesús habla de la necesidad de “entrar por la puerta estrecha”. Es decir, el paso a la verdadera vida resulta exigente, porque consiste en identificarse con Jesús, en vivir como Él para, de este modo, vivir con Él para siempre. Todos podemos entrar por esa puerta del seguimiento del Señor – ya que la salvación no está restringida a unos pocos privilegiados - , pero a todos se nos pide, para atravesarla, desprendernos del propio egoísmo.
Si nos abrimos a la acción del Espíritu Santo se irá verificando en nuestra existencia ese paso que lleva del egoísmo al servicio, de la maldad a la bondad, de la soberbia a la humildad, y de la dureza de corazón a la misericordia. Los santos han entrado por la puerta estrecha y, con su testimonio, nos manifiestan la posibilidad de entrar también nosotros. La belleza de sus vidas nos habla de la plenitud a la que puede llegar un ser humano cuando se deja guiar por la gracia de Dios.
Que, siguiendo su ejemplo, empleemos nuestras fuerzas en entregarnos totalmente a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Lo haremos, como nos recuerda el Concilio Vaticano II, siguiendo las huellas de Cristo, haciéndonos conformes a su imagen y siendo obedientes en todo a la voluntad del Padre (cf LG 40).
Guillermo Juan Morado.
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