Alabanza

La Carta de San Judas (24-25) concluye con una doxología; es decir, con una oración de alabanza dirigida a Dios, plegaria que procede de la liturgia, del culto de la Iglesia: “Al que puede preservaros de tropiezos y presentaros intachables y exultantes ante su gloria, al Dios único, nuestro Salvador, por medio de Jesucristo, nuestro Señor, sea la gloria y majestad, el poder y la soberanía desde siempre, ahora y por todos los siglos. Amén".

Benedicto XVI comenta sobre estas palabras del final de la carta: “Se ve con claridad que el autor de estas líneas vive en plenitud su fe, a la que pertenecen realidades grandes, como la integridad moral y la alegría, la confianza y, por último, la alabanza, todo ello motivado solo por la bondad de nuestro único Dios y por la misericordia de nuestro Señor Jesucristo”.

La bondad de Dios reflejada en la misericordia de Jesucristo es el motivo de la alabanza. Dios merece ser reconocido, ante todo, por lo que Él mismo es. En cierto modo, la alabanza “integra las otras formas de oración y las lleva hacia Aquel que es su fuente y su término”, el Dios único (cf. Catecismo, 2639).

De la grandeza de Dios, expresada en la historia de la salvación, brota la alabanza de los creyentes. San Pablo exhorta en la Carta a los Efesios: “Recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y tocad con toda el alma para el Señor” (Ef 5,19). Los cánticos y la música han de ir acompañados de la alabanza del corazón, “que habla interiormente a Dios mientras, una y otra vez, medita con afecto sus obras magníficas”, comenta Santo Tomás de Aquino.

La Eucaristía es el sacrificio de alabanza, la “ofrenda pura” de todo el Cuerpo de Cristo a la gloria de su Nombre (cf. Catecismo, 2643). En la santa Misa se canta o se recita el himno del Gloria: “Por tu inmensa gloria te alabamos, te bendecimos, te adoramos, te glorificamos, te damos gracias, Señor Dios, Rey celestial, Dios Padre todopoderoso. Señor, Hijo único, Jesucristo. […] con el Espíritu Santo en la gloria de Dios Padre. Amén”.

La plegaria eucarística, que es la oración central de la Santa Misa, se cierra con la gran alabanza: “Por Cristo, con él y en él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos”.

Podemos expresar la alabanza con esa sencilla oración que se recita, en la Liturgia de las Horas, al final de cada salmo: “Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo…”. San Ireneo de Lyon decía que “la gloria de Dios es que el hombre viva, y la vida del hombre es la visión de Dios”. En nuestra comunión con Dios se refleja la grandeza de Dios y se realiza plenamente nuestro deseo de felicidad.

Guillermo Juan Morado.

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