La compasión y la cólera de Dios
La compasión y la cólera, la misericordia y la ira, están atestiguadas en la Sagrada Escritura. Ayer mismo, 28 de febrero de 2019, se proclamó en la primera lectura de la Santa Misa un texto del Eclesiástico: “Y no digas: ‘Es grande su compasión, me perdonará mis muchos pecados’, porque él tiene compasión y cólera, y su ira recae sobre los malvados” (Eclo 5,6).
Se trata de una advertencia pedagógica, admonitoria, no muy diferente de las que hace Jesús, en el texto Marcos 9,41-50: La mano, el pie, el ojo… No cabe buscar pretextos para retrasar la conversión y la enmienda de la propia vida, “porque de repente la ira del Señor se enciende” (Eclo 5,7).
Dios es condescendiente con el hombre, se aproxima a la debilidad humana. Muestra de esta condescendencia es también la atribución a Dios de trazos antropomórficos, como la capacidad de compadecerse o de dejarse afectar por la cólera. Siempre está presente la analogía del lenguaje, pero esta ley no implica que las afirmaciones sobre Dios no sean verdaderas.
San Agustín se distancia del ideal estoico de la “apatheia”, de la liberación de las alteraciones del ánimo. No se trata de prescindir de los sentimientos o de las pasiones, sino de que estén ordenados. La pasión clave es el amor, del que nacen el gozo, el dolor, el deseo y el temor. De la voluntad depende, en buena medida, que estos movimientos afectivos – que vemos reflejados también en Jesucristo - sean buenos o malos:
“Lisa y llanamente turbe al ánimo cristiano no la miseria, sino la misericordia; tema que los hombres se le pierdan a Cristo, contrístese cuando alguien se le pierde a Cristo; ansíe que los hombres sean adquiridos para Cristo, alégrese cuando los hombres son adquiridos para Cristo; tema también perdérsele él a Cristo, contrístese de estar desterrado de Cristo; ansíe reinar con Cristo, alégrese mientras espera que va él a reinar con Cristo. Las que llaman cuatro perturbaciones son ciertamente éstas: temor, tristeza, amor y alegría. Por causas justas ténganlas los ánimos cristianos y no se consienta con el error de los filósofos estoicos ni de cualesquiera similares” (Tratado sobre el Evangelio de San Juan 60,3).
Jesús, el Verbo encarnado, el revelador y la revelación del Padre, se turbó “al sufrir con nosotros por el sentimiento de su alma”, se dice en el mismo Tratado. Se expresa así, en el lenguaje humano de la Encarnación, de la sensibilidad, el ser de Dios.
La ira de Dios es una señal de un amor que siente celo y no indiferencia; de un amor que se deja conmover; que está dispuesto, no obstante, a no ejecutar el ardor de su cólera, si el hombre se descubre pecador ante él (Os 11,9). La comprensión de Dios, su inclinación al perdón, nunca es un cheque en blanco que propicie que el hombre se hunda en el abismo, como si nuestra suerte no importase en absoluto a la bondad divina.
“Tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad” (Ex 34,6), así caracteriza a Dios la Sagrada Escritura. Los vasos de la ira pueden convertirse en “vasos de misericordia” (Rom 9,23). El “dies irae” podrá ser, si nos acogemos a su clemencia, si no tomamos en vano la urgencia de la conversión, el día del consuelo y del descanso, el día del regalo de su perdón.
Guillermo Juan Morado.
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