La virginidad de María, un misterio que resuena en el silencio de Dios
Cada año nuevo comienza bajo la protección maternal de la Santísima Virgen: “concédenos – le pedimos a Dios en la Santa Misa – experimentar la intercesión de aquélla de quien hemos recibido a tu Hijo Jesucristo, el autor de la vida”.
Dios da a todo bien principio y cumplimiento, en la historia de la salvación y en nuestra propia historia personal. Y un reflejo de ese principio y de ese cumplimiento lo tenemos en Santa María, la Inmaculada, la Madre de Dios, la Asunta en cuerpo y alma a los cielos.
San Pablo sintetiza en una frase la relación que vincula a María con Jesús: “nacido de una mujer” (Ga 4,4). El Hijo de Dios ha venido a la tierra en una humanidad como la nuestra; una humanidad que recibió de Dios a través de la Virgen. De Ella asumió el cuerpo sagrado dotado de un alma racional que, en la Encarnación, se unió perfectamente a la Persona divina de Cristo. Jesucristo es, a la vez, verdadero Dios y verdadero hombre.
La concepción virginal de Jesús es indicio de su identidad, de su condición divina y humana. Él es el Hijo de Dios hecho hombre. Fue concebido en el seno de la Virgen María únicamente por el poder del Espíritu Santo, sin intervención de varón. Sólo en la fe podemos adentrarnos en la comprensión de este misterio, que va más allá de las posibilidades humanas, pero no de las posibilidades de Dios.
San Ignacio de Antioquía acusaba al “príncipe de este mundo”, el Demonio, de querer ignorar tres misterios esenciales de la vida de Cristo: la virginidad de María, el nacimiento de Cristo como verdadero hombre y la realidad de su muerte en la Cruz, “tres misterios resonantes que se realizaron en el silencio de Dios”.
La Iglesia no se cansa de alabar a Dios en la solemnidad de Santa María, siempre virgen, “porque ella concibió a tu único Hijo por obra del Espíritu Santo, y, sin perder la gloria de su virginidad, derramó sobre el mundo la luz eterna, Jesucristo, Señor nuestro”.
San Pablo añade que el Hijo de Dios, nacido de una mujer, se sometió a la Ley de Israel: “nacido bajo la Ley” (Ga 4,4). Se insertó en la descendencia de Abraham, en el pueblo de la Alianza, y como cualquier otro israelita, a los ocho días de su nacimiento fue circuncidado y recibió su nombre: Jesús, que significa “Dios salva”.
El signo de su circuncisión prefigura la “circuncisión en Cristo” que es el Bautismo. Su nombre es la presencia del Nombre mismo de Dios entre nosotros, y puede ser invocado por todos, pues con todos los hombres se ha unido Él por la Encarnación.
En la Persona de Cristo Dios nos ha bendecido con toda clase de bienes (cf Ef 1,3-10). La paz es fruto de la bendición divina y es un don que la Iglesia no deja de implorar. Todos hemos de ser verdaderos trabajadores y constructores de paz, de modo que la ciudad del hombre crezca en fraterna concordia, en prosperidad y paz.
Que María, a quien saludamos como Madre Santa y Virgen Madre del Rey, nos guíe a lo largo de este año que comienza y nos ayude a avanzar en el seguimiento del Señor.
Guillermo Juan Morado.
Cfr. G. Juan Morado, “La humanidad de Dios. Meditaciones sobre Jesús, el Señor", Cobel Ediciones, Alicante 2011, 14-17.
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