Creer y oler

El libro primero de los Reyes relata la visita a Salomón de la reina de Saba. Ofreció a Salomón gran cantidad de esencias perfumadas: “Jamás llegaron en tal abundancia perfumes como los que la reina de Saba trajo a Salomón” (1 Re 10,10).

En cierto modo, con esta visita, se anticipa la pleitesía que Saba rendirá al rey mesiánico en la nueva Jerusalén (Sal 72), así como los dones que los Magos ofrecen a Jesús (Mt 2,11).

En Betania, poco antes de su entrada mesiánica en Jerusalén, María ungió los pies de Jesús con “una libra de perfume de nardo, auténtico y costoso” (Jn 12,3) y “la casa se llenó de la fragancia del perfume” (Jn 12,3). El Señor acepta esa muestra de amor; de un amor que, como todo amor, quiere preservar de la muerte a la persona amada.

San Pablo dice que Cristo “difunde por medio de nosotros en todas partes la fragancia de su conocimiento. Porque somos incienso de Cristo ofrecido a Dios” (2 Cor 2,14-15). El apóstol se sabe de este modo vinculado íntimamente a Cristo, hasta el punto de que por el olfato se puede reconocer en él el olor del Señor.

El perfume se adhiere a la persona que lo lleva consigo, ya que la fragancia no permanece como algo exterior al sujeto, sino que lo impregna, formando, por así decirlo, parte de su ser.

El olfato penetra en la materia, percibiendo su integridad o su putrefacción, y no solo en la materia sino que, asimismo, posibilita un juicio casi instintivo e inmediato sobre lo bueno y lo malo, según su modo de “oler”.

W. Benjamin escribió que del reconocimiento de un olor esperamos el privilegio del consuelo. Y en las Confesiones San Agustín estableció un parangón entre la búsqueda de Dios y la persecución de un perfume embriagador: “Él nos miró a través de la red de la carne, nos inflamó de amor con sus caricias, y nosotros corrimos detrás de su perfume”.

Cabe señalar como signo de credibilidad del cristianismo el que los creyentes, en sus vidas y en sus ambientes, permitan percibir intuitivamente, “oler”, esta fragancia de Cristo, sobre todo a quienes buscan el consuelo de reencontrarse con Dios.

Guillermo Juan Morado.

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