Creer y ver

La fe es “escuchar", pero es también “ver” y hasta “tocar": “fides ex auditu, sed non sine visu”, la fe viene del oído pero no sin vista (San Cirilo de Jerusalén). La fe tiene una estructura sacramental - que se remonta de lo visible a lo invisible - porque se basa en la Encarnación del Verbo, en la presencia concreta del Hijo de Dios en medio de nosotros.

A comienzos del siglo XX, Pierre Rousselot (1878-1915) escribió un renovador ensayo titulado Los ojos de la fe. La fe, decía, es la capacidad de ver lo que Dios quiere mostrar y que no puede ser visto sin ella.

La gracia de la fe concede a los ojos ver acertadamente, proporcionalmente, su objeto, que no es otro más que Dios: “Los ojos de la fe son una gracia perfectamente vinculada a las facultades naturales del hombre para llevar el intelecto a la Verdad suprema y la voluntad al Bien soberano” (N. Steeves).

Los ojos de la fe nos permiten contemplar de modo nuevo la realidad, relacionando todos sus componentes, toda nuestra existencia, con Dios. De algún modo es como si Dios nos hiciese partícipes de su propia mirada; de la mirada con la que Él se contempla a sí mismo, con la que nos ve a nosotros y con la que contempla, en sí, todas las cosas.

Como escribía Nicolás de Cusa: “El ser de las criaturas es simultáneamente tu ver [el de Dios] y el ser visto”.

El mundo de nuestra experiencia no se empequeñece al creer, sino que se dilata, abriéndose a un panorama inédito en el que Dios se da conocer como fin de nuestra vida, para que nosotros podamos tender hacia Él con nuestro pensar y nuestro obrar: “Quien cree ve; ve con una luz que ilumina todo el trayecto del camino, porque llega a nosotros desde Cristo resucitado, estrella de la mañana que no conoce ocaso” (Lumen fidei, 1). Quien cree ve “más allá” (A.Cencini).

Ver y ser visto se implican mutuamente. Los cristianos pueden ser signos creíbles si se saben bajo la mirada de Dios y, desde ahí, aprenden a ver el mundo con ojos nuevos. Cristo puede enseñar esta mirada a quien le pida, como Bartimeo: “Rabbuni, que vea” (Mc10,51).

Las imágenes artísticas y el mundo de la belleza en general, que suscita admiración, pueden abrir el camino de la belleza – la via pulchritudinis – “a la búsqueda de Dios y disponer el corazón y la mente al encuentro con Cristo, Belleza de la santidad encarnada, ofrecida por Dios a los hombres para su salvación”, como recuerda el Pontificio Consejo de la Cultura.

No obstante, la belleza es una realidad de por sí ambivalente, que puede degradarse si se separa de la esperanza del hombre y de la justicia de la creación.

Guillermo Juan Morado.

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