Creer y escuchar
La oración del Shemá Israel comienza con estas palabras: “Escucha, Israel” (Dt 6,4). La fe, la virtud por la cual creemos a Dios, está ligada al oído: “Creer es, ante todo, escuchar” (F. Conesa), abrir el corazón y poner en práctica lo escuchado. La fe viene de la escucha, nos dice San Pablo (cf Rom 10,17). Pero, para que podamos percibir los sonidos, se hace necesario sintonizar, ajustar la frecuencia de resonancia.
Si Dios no prepara nuestros oídos, si no los abre con sus dedos (cf Mc 7,33), no podremos percibir su voz, no llegará a nosotros su mensaje. El bautismo obra en cada uno este admirable milagro: “Effatha”, “ábrete”. Es Dios quien hace lo posible para que podamos oírle, para que podamos escuchar obedientemente su Palabra con el corazón y así captarla y saborearla (cf Lc 2,19).
La fe cristiana no conduce al aislamiento, sino a la comunión con Dios y con los hermanos. La Iglesia se hace creíble si aparece públicamente como el ámbito en el que, día a día, Jesucristo cura nuestro mutismo y nuestra sordera para que podamos salir de nosotros mismos, de ese egoísmo que nos encierra, para abrirnos al gozo de la escucha – de Dios y del otro - , de la filiación y de la fraternidad.
La palabra de Dios encuentra su “lugar privilegiado” de proclamación y de escucha en la liturgia de la Iglesia: “En cierto sentido, la hermenéutica de la fe respecto a la Sagrada Escritura debe tener siempre como punto de referencia la liturgia, en la que se celebra la Palabra de Dios como palabra actual y viva” (Benedicto XVI).
En medio de los hombres y del mundo, la palabra es mediación sacramental de la presencia poderosa de Cristo. El significante “visible” – la proclamación de la Escritura y el anuncio del predicador – hacen presente “hoy” su significado invisible: la presencia de Cristo.
No solo la palabra, sino también el canto y la música pueden ser un medio histórico y concreto mediante el cual la revelación alcance de hecho al hombre para invitarlo a traspasar la puerta de la fe.
Guillermo Juan Morado.
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