“Fascista”, o cuando las palabras terminan por no significar casi nada
“Maricón el último”, que se decía. Se decía sin querer decir nada, o casi nada. Se decía como quien dice: “Sálvese quien pueda”.
Hoy ya no se dice “maricón el último”. Estaría muy mal visto emplear esa expresión. Se evita decir eso, porque la palabra “maricón” puede resultar ofensiva, si se toma en cuenta que puede designar a un hombre homosexual. Aunque, al emplear “maricón el último”, en la mayoría de los casos no se pensase en la homosexualidad de nadie.
Es evidente que insultar a una persona por ser homosexual es absolutamente reprobable. En eso, afortunadamente, no hay – ni debe haber – vuelta atrás.
Sin embargo, se ha generalizado otro insulto: “Fascista”. Vale para un roto y para un descosido. Al igual que se empleaba, sin connotación sexual, lo de “maricón el último”, hoy se emplea, sin precisión política de ninguna clase, lo de “fascista”.
Que alguien te pide que, por la cara y sin conocerlo de nada, le des 50 euros y no se los das, ya lo sabes, eres un “fascista”. Que un político dice a los independentistas catalanes que eso de proclamar unilateralmente la independencia es como un golpe de Estado, ya puede esperar la respuesta: “Si nos dicen ‘golpistas’, nosotros les diremos ‘fascistas’”.
No se sabe bien qué es ser fascista. Sea lo que fuere, suena a ser muy malo, excesivamente autoritario, y, ya para los muy entendidos, no solo autoritario sino también corporativista y nacionalista. Y vaya, nacionalistas hay muchos… Y muchos de ellos, ciertamente, se han inspirado en el fascismo italiano. Muchos, más de los que se suele pensar.
“Fascista” es casi, hoy, un concepto formal que hay que llenar de contenido. Una actitud que impele a salir a las calles para manifestarse no en contra de un proyecto de ley, o de cualquier otra causa, sino simplemente porque los ciudadanos, libremente, en lugar de votar al propio partido han votado a otro, suena a “fascista”, a actitud autoritaria y antidemocrática.
Es una actitud que revela la falta de respeto de unos pocos – que se sienten, de modo corporativista, representantes exclusivos de la democracia – ante el voto de muchos otros, que son tan ciudadanos como los primeros y que tienen, faltaría más – una excepción que el totalitarismo no concede - , la potestad de votar de modo diferente.
“O me votas a mí, o ya sabes: Eres un fascista”. Pues vale. La única esperanza frente a este atropello, frente a esta coacción de chulo de barrio, es la confianza en la racionalidad de las personas; en la capacidad de estas de decir: “Hasta aquí hemos llegado”.
Si alguien cree que unas ideas no caben en una democracia, que acuda a los tribunales. Pero si los votantes votan libremente, no cabe salir a la calle para llamar “fascistas” a los votados e, indirectamente, a los votantes.
Hacer eso, como se está haciendo, es completamente autoritario y antidemocrático. Es, por seguir usando esa palabra que dice y no dice, “fascista”. Es, sobre todo, ser un hipócrita de marca mayor.
Guillermo Juan Morado.
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