Lo visible y lo invisible
El plano sacramental establece un vínculo, una unión, entre lo visible y lo invisible. Pero vínculo no significa identidad. La amistad equivale a un lazo de unión entre los amigos, pero no por el hecho de mantener esa relación se confunde la identidad de uno con la del amigo. Hay, entre los amigos, mucho en común, pero cada cual sigue conservando su propia personalidad.
El plano sacramental, en el que encuentra su ubicación todo lo cristiano, renuncia a la identificación, sin mayores matices, entre lo visible y lo invisible. Por ejemplo, la Iglesia como sociedad visible no es, sin más, “la” Iglesia, pero es inseparable de ella, ya que estamos ante una realidad humano-divina, visible y a la vez invisible; es decir, sacramental (como enseña Lumen gentium 8).
Algo similar dice la fe sobre Jesucristo. En Él se da un vínculo, una unión, entre la naturaleza divina y su naturaleza humana. A esta unión el concilio de Calcedonia le llama “unión hipostática”, porque ambas naturalezas están unidas en la Persona (hipóstasis) del Verbo. El concilio de Calcedonia expresó que “se ha de reconocer a un solo y mismo Cristo Señor, Hijo único en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación”.
La lógica calcedoniense - “sin confusión, sin separación” - , se aplica también desde el punto de vista formal al binomio “visible-invisible”.
La identificación precipitada entre lo visible y lo invisible – la confusión entre ambos - podría ser denominada “sacramentalismo”, pero no “sacramentalidad”. La sacramentalidad distingue entre un plano significante y otro significado, al modo en que el concilio de Calcedonia distingue la humanidad de Jesucristo (visible) de su divinidad (invisible).
No obstante, el vínculo que liga lo significante y lo significado impide la separación entre ellos, ya que esa unión no es un nexo meramente convencional, acordado por los hombres, sino que “donde se da un sacramento, el plano significante, aun distinguiéndose del plano significado, es inseparable de él” (K.-H. Menke).
Podemos retomar el ejemplo del bautismo. El baño con agua, o la triple infusión de la misma (el elemento significante, visible) no se identifican sin más con los efectos principales del bautismo: la purificación de los pecados y el nuevo nacimiento en el Espíritu Santo (el elemento significado, lo invisible).
No se pueden confundir estas dimensiones, pero tampoco se pueden separar, ya que una de ellas (la infusión del agua) es signo sensible del efecto invisible (la gracia de la purificación y del nuevo nacimiento).
La razón de esta inseparabilidad en la diferencia se encuentra, en primer lugar, en el carácter simbólico de lo real. K. Rahner sostiene que todo “ente es por sí mismo necesariamente simbólico, porque necesariamente se ‘expresa’ para hallar su propio ser”.
Podríamos decir, en un lenguaje menos técnico, que la realidad no es muda, sino que nos habla a través de lo que las cosas son. El agua, cuanto más pura sea, cuanto más sea ella misma, solo agua, más expresa el frescor y la limpieza.
En la medida en que una realidad es “ella misma”, tiene la potencialidad de referir a otra segunda realidad distinta, aunque vinculada a la primera. El agua limpia puede remitir así a un lavado purificador y, en última instancia, a una purificación más honda que Dios lleva a cabo sirviéndose de ese simbolismo que caracteriza el agua.
Si hablamos de seres humanos, sujetos personales, esta “ley de la proporcionalidad directa” – cuanto más una cosa es ella misma, más puede remitir a otra relacionada con ella - se hace todavía más elocuente que si nos referimos simplemente a los seres inanimados.
El cristiano individual - o la Iglesia en su conjunto - no es únicamente una instancia testimonial de la acción exclusiva de Cristo, sino que es a la vez sujeto de lo que recibe, de la gracia, ya que Dios, que dota a lo creado de una valencia simbólica, no trata a los destinatarios de su gracia como objetos, sino como sujetos capacitados por Él para ser sus colaboradores.
Singularmente María, la Madre de Cristo, no es únicamente testigo de la Encarnación, sino que coopera con Dios de modo activo, con fe y obediencia libres.
Ella estaba totalmente conducida por la gracia de Dios y “se entregó a sí misma por entero a la persona y a la obra de su Hijo, para servir, en su dependencia y con él, por la gracia de Dios, al Misterio de la Redención” (Catecismo, 494).
Cuanto más somos de Dios, más somos nosotros mismos. Y a la inversa, conforme somos más fieles a nuestra última vocación, más nos abrimos a Dios.
Dios, a través de la creación y de la historia de la salvación, ha preparado de tal manera la revelación de sí mismo en Cristo que se puede hablar de “una cualidad sacramental de todo lo real” (K.-H. Menke). Asimismo, el actuar de Dios en el mundo y en la historia está siempre mediado de manera histórica – sacramental - .
La Palabra y los sacramentos no son contrarios a la creación y a lo humano, sino que, en la unidad del plan de Dios, que nos crea y nos salva, la Palabra y los sacramentos purifican y llevan a su cumplimiento la creación y lo humano.
Jesús es, en este enfoque, “el símbolo real sin más”, porque como hombre verdadero no es el ocultamiento, sino la manifestación del Logos divino. La Encarnación significa – y así lo pone de manifiesto el concilio de Calcedonia - que el Dios trinitario no se revela, simplemente, a través de la humanidad, sino como la humanidad de Jesús.
Es esta humanidad de Jesús el sacramento primordial o protosacramento, mientras que la Iglesia es el sacramento fundamental, sobre el que se levanta todo el edificio de los sacramentos.
La gracia de Dios atestiguada por la Biblia es idéntica a este sacramento primordial, Jesucristo. Él era “el que ha de venir” (Lc 7,19), el objeto de “la esperanza de Israel” (Hch28,20). Él es, a la vez, la gracia del Creador y la gracia del Salvador; la gracia que es transmitida sacramentalmente; que se acerca a nosotros en la proximidad de su carne.
Guillermo Juan Morado.
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