Igual no merece la pena ser tan "moderno"
Lo moderno es lo nuevo, lo más reciente. Esa cualidad, en principio, no es ni buena ni mala. Algo puede ser moderno y ser una maravilla o ser moderno y ser un desastre. Con frecuencia, el tiempo permitirá evaluar con mayor fundamento si la última novedad representa o no un progreso en el orden del bien.
Parece ser que el líder de un partido político sostiene que aprobar la regulación de la maternidad subrogada – de los llamados “vientres de alquiler” – convertirá a España en “un país moderno”, sumando ese presunto logro a otros ya adquiridos como la ley de plazos del aborto y la legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo.
La legalización del aborto será lo que sea, pero “moderna” no es. Llevamos demasiado tiempo conviviendo con esa masacre de niños aún no nacidos y con la aceptación social de algo que en sí mismo es aberrante: privar a un ser humano, en sus primeras etapas de vida, de poder completar su desarrollo.
Hoy lo último, lo nuevo, lo moderno, es ser más sensible ante esa realidad de la vida del concebido aún no nacido. También, en su momento, lo moderno consistía en optar por la abolición de la esclavitud, que ciertamente estaba “regulada”, pero esa regulación era la regulación de un mal. Y un mal de ese calibre no admite regulaciones. Un mal de ese calibre pide ser abolido, sin más.
El liberalismo progresista - que suele mostrar una cara amable, educada, civilizada - exalta, a cualquier precio, la libertad individual. Pero esta exaltación es solo aparente. Se pretende limitar los poderes del Estado – lo cual suena bien - , pero, en la realidad, estos poderes no se limitan en absoluto. Al final, todo se “regula”, todo se convierte en “legal” y, finalmente, casi en obligatorio.
Que algo exista no significa que ese algo merezca ser respetado, sin más. Ni significa, tampoco, que lo único que se pueda hacer frente a ello sea “regularlo”. Los nazis no inventaron el antisemitismo: estaba ya presente en la mente de muchas personas. Los nazis lo regularon y hay que reconocer que lo hicieron con gran eficacia.
Hay muchas cosas que “están ahí”, ante nosotros. Y que llevan ya mucho tiempo estándolo. De modernas no tienen nada: el abuso del poderoso sobre el débil, la prostitución, el afán de que el propio capricho se convierta en derecho – por un argumento tan decisivo como el de que “yo lo valgo” - , etc.
Estas cosas no hay que “regularlas”, no hay que darles apariencia de normalidad. Legalizar algo es, se quiera o no, normalizarlo, hacerlo aceptable social y moralmente. Como se ha hecho aceptable – y aceptado – social y moralmente el aborto. Al principio, se decía que solo iba a ser “despenalizado”. Al final, se invita a gritar, a proclamar, su justicia y su bondad.
Y lo mismo podríamos decir de la legalización de la prostitución – que es un tráfico de personas contrario a la dignidad de las mismas – o de la legalización de los “vientres de alquiler”. Una mujer no es un vientre. Y menos un “vientre de alquiler”. Ni la maternidad se “subroga”; la maternidad es una relación tan básica y tan esencial para las personas – para las madres y para los hijos – que, por el propio capricho, no se puede delegar en otros ni sustituir arbitrariamente.
El liberalismo libertario suena bien. ¿A quién no le gusta que respeten su libertad individual? Pero no todo lo que es libre es verdadero. Los políticos, a veces, enarbolan esa bandera libertaria, pero tienden a aplicarla con excesiva parsimonia y con excesivos niveles de contradicción.
No renuncian a gestionar algo tan propio de cada uno como el propio dinero. No dicen, jamás, que dejarán de cobrar impuestos. En lo tocante a Hacienda, lo más parecido a lo liberal es la opción de marcar o no la “X” a favor de la Iglesia y/o a favor de otros fines sociales. En lo demás, no se respeta nada. Hay que pagar y punto.
No renuncian a “regularlo” todo, o casi todo. Y esa regulación equivale, en ocasiones, a convertir una opción individual – “porque yo lo valgo” – en norma que, en consecuencia, obliga a otros.
No dejan, por ejemplo, que unos padres que no compartan totalmente la llamada “ideología de género” puedan optar, ejercitando su libertad, por no enviar a sus hijos a la escuela, o por vetar, si así les parece, determinadas escuelas.
No es fácil ser, coherentemente, libertario. Igual tendrían, los políticos libertarios, que limitarse a sí mismos casi hasta el infinito. Apenas podrían presentar, de ser coherentes, un programa de gobierno.
Estos liberales libertarios son un camelo. Pero a nuestros caprichos les gustan los camelos. Ser padres es una posibilidad, no es un derecho absoluto. Como tampoco es un derecho de nadie ser campeón olímpico o reptil.
Está muy bien que alguien quiera ser padre o madre - padre y madre - , pero no se puede ser padres a cualquier coste. La libertad tiene que contar con la naturaleza. Nuestro deseo ha de confrontarse con lo que somos.
Lo que somos nos limita, sí, pero también hace posible nuestro despliegue. La libertad es un don fascinante, pero, separado del contacto con la realidad de uno mismo, puede derivar en un capricho absurdo.
Creo que lo moderno consiste en ir dándose cuenta de ello. Digan lo que digan los políticos liberales-libertarios.
Guillermo Juan Morado.
Los comentarios están cerrados para esta publicación.