La homilía: Su finalidad

¿Cuál es la finalidad de la homilía? ¿Cuál es su objeto o motivo? Se trata de un cometido puramente ministerial, servicial: “favorecer una mejor comprensión y eficacia  de la Palabra de Dios en la vida de los fieles” (Benedicto XVI, Sacramentum caritatis, 46).

Favorecer, ayudar; en absoluto sustituir o suplantar. Favorecer una mejor “comprensión”, un mejor entendimiento, y una mejor “eficacia”, contribuyendo a que la Palabra de Dios logre su efecto en la vida de los fieles; efecto que no es otro que la conversión y la fe.

No le corresponde a la homilía “hacer milagros”. Los milagros los hace Dios y los hace, o puede hacerlos, principalmente por medio de su Palabra. Ayudar a que esta Palabra sea mejor interpretada y más asumida en la propia vida es un servicio necesario, pero meramente auxiliar.

Conscientes de esta función auxiliar, los ministros ordenados han de preparar la homilía con esmero, basándose en un conocimiento adecuado de la Sagrada Escritura. La adecuación consiste, creo yo, en el respeto a la naturaleza de la Escritura, que es Palabra de Dios en palabra humana, aunque, propiamente hablando, la Palabra de Dios no es, en primer lugar, la Escritura, sino Jesucristo, el Verbo encarnado.

Se deben evitar homilías genéricas o abstractas. Newman distinguía, a este respecto, entre lo “nocional” y lo “real”. Ambas dimensiones del conocimiento humano son necesarias. Lo “nocional” es lo común, lo impersonal; lo “real” es lo propio, lo personal, lo concreto, lo vinculado con la experiencia de cada uno. La homilía ha de aspirar a ir más allá de lo genérico para llegar a lo propio.

Obviamente, es un deseo, un principio regulativo. Porque lo “propio” de uno no necesariamente es, por arte de magia, lo “propio” del que está al lado. Quizá el criterio sea que lo que el predicador diga en la homilía esté vinculado con su experiencia personal, suponiendo que lo que puede convencer a uno mismo puede convencer a otros.

La homilía ha de ser mistagógica, ha de explicar los ritos que se celebran. Palabra y sacramentos no constituyen dimensiones antitéticas, sino que, en realidad, conforman una misma cosa: Dios se acerca a nosotros por medio de signos, de sacramentos. La Palabra está dotada de esta cualidad sacramental. Ella misma es un signo.

Un ejemplo de esta dimensión mistagógica de la homilía lo podemos encontrar en la pronunciada por Benedicto XVI en la Misa de Inauguración del Pontificado (24 de abril de 2005). Dos signos caracterizaron esa inauguración del pontificado: la imposición del palio y la entrega del anillo del Pescador.

Benedicto XVI glosó esos dos signos: el palio, decía, es una imagen del yugo de Cristo, que el Papa (el Obispo de Roma), toma sobre sus hombros. El anillo del Pescador recuerda la misión de Pedro, pescador de hombres, que los rescata del mar salado por todas las alienaciones y los lleva a la tierra de la vida, a la luz de Dios.

La homilía ha de relacionar la Palabra de Dios con la vida de la comunidad. Ha de ser, en lo posible, catequética y exhortativa. Y también temática. Sobre esto último – que la homilía sea temática – me gustaría recordar un pensamiento de Newman, según el cual todo sermón ha de ser incompleto. No se puede querer decirlo todo en un día.

A lo largo de un año litúrgico cada domingo permite abordar los grandes temas de la fe cristiana: de la profesión de fe, de la celebración, de la vida en Cristo y de la oración.

 

Guillermo Juan Morado.

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