Hemos visto salir su estrella

“Hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo” (Mt 2,2). Los Magos de Oriente no permanecen inmóviles. Para ellos, el nacimiento del Rey de los judíos no es un simple dato, sino un acontecimiento que los empuja a buscar, a encontrar, a adorar a Jesús y a ofrecerle sus dones. Las autoridades de Jerusalén, que cuentan en su favor con el testimonio de las Escrituras, en particular del profeta Miqueas (5,1), no dan ni un paso; no reconocen al Mesías.

Los Magos, que son paganos, buscan; escudriñan cualquier posible indicio; no temen preguntar a quienes contaban con otras fuentes de información. Su actitud es de una gran apertura. Posiblemente, eran sabios procedentes de Persia que se dejan guiar por una estrella. Seguramente, no se trataba de una estrella natural, sino de un prodigio, de una señal enviada por Dios para guiar a los Magos hacia Jesús.

Dios lleva hacia Jesús a todos los hombres que buscan de buena fe. No hay que desfallecer en el intento de encontrar al Señor. Él es el Salvador del mundo, de todas las naciones, de todos los hombres, de todos los pueblos. Jesús, gloria de Israel, es la Luz del mundo.

Como enseña el Concilio Vaticano II: “Ni el mismo Dios está lejos de otros que buscan en sombras e imágenes al Dios desconocido, puesto que todos reciben de Él la vida, la inspiración y todas las cosas (cf. Hch 17,25-28), y el Salvador quiere que todos los hombres se salven (cf. 1 Tm 2,4). Pues quienes, ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan, no obstante, a Dios con un corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo de la gracia, en cumplir con obras su voluntad, conocida mediante el juicio de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna” (Lumen gentium, 16).

Al encontrarse con Jesús, “cayendo de rodillas, lo adoraron” (Mt 2,11). La búsqueda que habían emprendido era la búsqueda de Dios, que tiene como meta la adoración; el reconocimiento de Dios como Creador y Salvador, Señor y Dueño de todo lo que existe, como Amor infinito y misericordioso (cfr. Catecismo, 2096).

Y, como muestra de ese reconocimiento a Dios, le ofrecen sus dones: oro, incienso y mirra. Parecen cumplirse las palabras de Isaías: “Caminarán los pueblos a tu luz, los reyes al resplandor de tu aurora” (Is 60,3). Y también las del Salmo 71: “Los reyes de Saba y de Arabia le ofrezcan sus dones”.

La ofrenda de los dones, muy preciosos, es símbolo de la entrega de sus propias personas. Ofrecemos a quienes amamos lo mejor que tenemos como señal de nuestro aprecio y de nuestra entrega. Así lo hacemos con relación a Dios y por ello nos esforzamos para que todo lo que esté relacionado con la adoración a Él – como los objetos del culto – tenga la mayor calidad.

Un villancico, Venite adoremus, nos invita a nosotros a caminar hacia Belén para adorar al Emmanuel, al Dios con nosotros: “Venite, adoremus. Venite, adoremus. Venite, adoremus Dominum”.

 

Guillermo Juan Morado

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