Procesión del Cristo y ciudadanía no mutilada
Cada primer domingo de agosto tiene lugar en Vigo un hecho, la procesión del Cristo de la Victoria, que como tal hecho merece una atenta reflexión, un mínimo de interpretación. Animaba Husserl a llegar a la realidad en toda su pureza, a ir “a las cosas mismas”.
Por ello interpreto esta procesión sorprendente como una especie de manifestación de protesta de la naturaleza humana, de la ciudadanía – es decir, de la condición política, en el sentido aristotélico, del ser humano - frente a recurrentes arbitrarios intentos de “mutilación”, o de amputación, no justificados. Y es muy difícil que una amputación esté justificada. Jamás sería, esa medida, en una adecuada práctica médica, la primera a tomar. Más bien sería la última.
El hecho es que, ese día, en Vigo, multitud de personas salen a las calles acompañando en procesión, en manifestación pacífica, la imagen de Cristo. Gentes de todo tipo y condición. Como una especie de colmena humana – evocando a Camilo José Cela - que no se avergüenza de expresar externamente lo que, en alguna parcela de su interior, alberga como un bien preciado.
Esa multitud no quiere ser privada de su dimensión religiosa. Muchos teóricos de la Modernidad postularon, en su día, el fin de la religión. Pero la religión vuelve porque, en realidad, no se ha ido nunca. El hombre es, decía un filósofo ateo, el “animal divino”. La vuelta, la permanencia de la religión, el eco continuo de los “rumores de ángeles”, no debe llevarnos a bajar la guardia. No todo lo aparentemente religioso es bueno. No es buena una religión, o una deformación de la misma, asociada a la violencia y enemiga de la razón. La religión verdadera debe pasar el filtro de la razón – de la armonía con la ética – y, añado como religioso católico, también debe superar el contraste con Jesús de Nazaret. Y Jesús no desafía ni la razón ni la ética. Más bien las lleva, a ambas, a su plenitud. Pero si es irracional una religión arbitraria y violenta, no lo es menos la imposición de un ateísmo que se disfrace, falsamente, con la falsedad de todo disfraz, de la única postura racional y ética.
Esa multitud que sale el domingo a la calle no quiere ser privada de su dimensión emocional y sensitiva. La vida humana, y la religión, tiene mucho que ver con la razón, pero también con las emociones y con los sentimientos. Con el alma y con el cuerpo. La distancia cartesiana entre cuerpo y espíritu no es compatible con la lógica sacramental de lo cristiano: “El Logos se hizo carne”. No somos ángeles ni meros animales, somos “espíritus encarnados”, que diría K. Rahner. Orar no es solo dirigir el alma hacia Dios; es también caminar, encender una candela, oler el incienso, ver cómo arden los cirios, oír el murmullo del rezo de los otros…. Los sentidos y la fe. El ámbito sacramental, encarnado, como espacio propio de transmisión de la fe.
Esa multitud tampoco quiere ser privada de su dimensión social. Los “otros” no son, contra Sartre, el “infierno”. El yo y el tú, y la suma de cada yo y cada tú, forma el “nosotros”, que es el espacio esencial de la ciudadanía y, no por casualidad, el de la Iglesia. No caminamos solos, no vivimos solos, sino que, en esa “nueva ciudad” que Cristo nos invita a construir, caminamos los unos junto a los otros.
Ni la fe, ni la ciudadanía, es cosa de la sola conciencia individual. Porque la conciencia es una facultad “humana”, y el hombre es religioso, es racional y emocional, y es también, inevitablemente, un ser social, un “animal político”.
Contemplar, tratando de entender y de explicar, la procesión del Cristo de la Victoria nos puede llevar a repensar nuestra condición en el mundo. Con la reserva escatológica que afecta a todo, también a esa procesión. Que no recorre las calles ignotas del paraíso, sino las transitadas calles de nuestra existencia cotidiana.
Y que las siembra -pese a la imperfección de esa procesión porque nada solo humano es perfecto -, de esperanza, de misericordia, de humanidad y de ciudadanía. Es decir, las protege de los intentos absurdos de mutilar lo mejor de nosotros mismos.
Guillermo Juan Morado.
Publicado en Atlántico Diario
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