No siempre es buena la tristeza

Uno puede sentirse alguna vez afligido o apesadumbrado y hasta “melancólico”. Como el dolor, la tristeza es útil si no nos instalamos en ella. Parece que el dolor, si se convierte en el centro de la vida, si no se piensa más que en él, aumenta y se convierte en un sufrimiento insoportable.

En la medida de posible, debemos combatir el dolor, el de los demás y, ¿por qué no?, el propio, atenuarlo; pero solo lo haremos con eficacia si no le concedemos un papel central.

Instalarse en el “ay” permanente, en el lamento que no cesa, en la queja que jamás accede al consuelo, es muy poco eficaz. El dolor, y la queja, es una manifestación de debilidad. Obviamente, somos débiles. Pero, desde la perspectiva de la fe, la debilidad se puede convertir en fortaleza.

Podemos sufrir, si Dios lo permite, si en ello se nos va la vida propia o la de los demás. Pero sufrir por egoísmo, sufrir por gusto, sufrir por sufrir, así, sin más, creo que debe ser descartado por principio.

Los Padres de la Iglesia hablan de una aflicción del espíritu, “animi cruciatus”, que es un dolor y una tristeza saludables. ¿Por qué esta tristeza es saludable? Porque aspira a ser superada. Porque incluye, en medio de lo malo, o de lo que se experimenta como malo, el deseo y la resolución de cambiar de vida, esperando en la misericordia de Dios y en la ayuda de su gracia.

Este dolor, esta aflicción, esta compunción, no aspira a eternizarse. Mira a un horizonte mucho más amplio: el horizonte de Dios.

La tristeza, en el fondo, es una pasión y, como tal, no es buena ni mala. Solo lo será si depende de la razón y de la voluntad. El mundo de las emociones y de los sentimientos pueden culminar en las virtudes o degenerar en los vicios.

Si somos dóciles al Espíritu Santo, todo ese caudal de las pasiones – hasta la de la tristeza – puede alcanzar su meta en la caridad. Cristo no desconoció la tristeza: “Mi alma está triste hasta la muerte” (Mt 26,38). Pero esa sensibilidad extrema del Hijo de Dios, perfecto hombre, lleva no a la desesperación sino al bien, a la obediencia al Padre, a la perfecta comunión con Él.

Debemos resistirnos a la tristeza en la medida en la que nos aparte de Dios. ¿“Bonjour Tristesse”?. Depende. La tristeza, como el dolor, puede ser un acicate para despertar o una especie de narcótico que llegue hasta crear adicción o incluso placer.

Si la tristeza nace de la envidia, del rechazo de la caridad, mala señal. Si nace del amor, puede ayudarnos; eso sí, si no la separamos de la fe y de la esperanza.

Pues esto, que vale para la vida en general, vale también para nuestra inserción en la Iglesia. ¿Hay cosas que nos entristecen? Sí. No se puede negar. Pero, sin fe y sin caridad y sin esperanza, un cristiano triste es un triste cristiano. Un amargado, vamos. No podemos descartar la amargura, pero esa amargura está llamada a convertirse en paz, en confianza, en deseo de agradar a Dios.

Todo lo demás, sobra. Y espanta.

 

Guillermo Juan Morado.

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