¿Quién piensa que los divorciados que han establecido una nueva convivencia están excomulgados?

Pues yo, sinceramente, no lo sé. Nunca he pensado que una persona en esa situación esté excomulgada. Pero tampoco he pensado que su situación, objetivamente hablando, sea la mejor: “La Iglesia sabe bien que tal situación contradice el sacramento cristiano, pero con corazón de madre busca el bien y la salvación de todos, sin excluir a nadie”, dice el Papa.

Establecer una nueva convivencia tras la ruptura del matrimonio no solo contradice el sacramento cristiano, sino también la indisolubilidad del matrimonio, que se inscribe en los terrenos de la ley moral natural. Cristo, en definitiva, eleva a la dignidad de sacramento una realidad, el matrimonio, que pertenece al orden de la creación.

En muchos temas, el Cristianismo no “inventa” nada, no propone un orden alternativo, sino que se edifica sobre las bases firmes de la creación. Quizá necesitamos redescubrir la teología de la creación, reivindicar la ley moral natural y volver, hoy y siempre, sobre los fundamentos racionales de la ética.

“«No tenemos recetas sencillas», pero es preciso manifestar la disponibilidad de la comunidad y animarlos a vivir cada vez más su pertenencia a Cristo y a la Iglesia con la oración, la escucha de la Palabra de Dios, la participación en la liturgia, la educación cristiana de los hijos, la caridad, el servicio a los pobres y el compromiso por la justicia y la paz. La Iglesia no tiene las puertas cerradas a nadie”, recordaba el Papa.

Algo similar había dicho San Juan Pablo II: “En unión con el Sínodo exhorto vivamente a los pastores y a toda la comunidad de los fieles para que ayuden a los divorciados, procurando con solícita caridad que no se consideren separados de la Iglesia, pudiendo y aun debiendo, en cuanto bautizados, participar en su vida. Se les exhorte a escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio de la Misa, a perseverar en la oración, a incrementar las obras de caridad y las iniciativas de la comunidad en favor de la justicia, a educar a los hijos en la fe cristiana, a cultivar el espíritu y las obras de penitencia para implorar de este modo, día a día, la gracia de Dios. La Iglesia rece por ellos, los anime, se presente como madre misericordiosa y así los sostenga en la fe y en la esperanza”  (Familiaris consortio, 84).

Y, su vez, añadía: “La Iglesia, no obstante, fundándose en la Sagrada Escritura reafirma su praxis de no admitir a la comunión eucarística a los divorciados que se casan otra vez. Son ellos los que no pueden ser admitidos, dado que su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía. Hay además otro motivo pastoral: si se admitieran estas personas a la Eucaristía, los fieles serían inducidos a error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio”.

Hay mucho trabajo pastoral que hacer con todas las personas, sea cual sea su situación. Pero no se debe confundir la ley de la gradualidad – ir poco a poco – con la gradualidad de la ley, con una especie de rebajas que desdibujen la identidad cristiana y hasta el proyecto creador de Dios.

La Iglesia habla de parte de Dios. No es que su palabra sea la Palabra de Dios, pero sí es su intérprete autorizada. No debemos olvidarlo.

 

Guillermo Juan Morado.

Los comentarios están cerrados para esta publicación.