Ayudar a la vida
La preciosa oración de San Juan Pablo II que concluye la encíclica “Evangelium vitae” nos debe animar a orar y a reflexionar.
En primer lugar, a orar, acudiendo a la intercesión de la Virgen María, la Madre de los vivientes: “Oh María, /aurora del mundo nuevo, /Madre de los vivientes, /a Ti confiamos la causa de la vida”.
Sin oración no conseguiremos nada. La cultura de la muerte es demasiado poderosa y solo Dios - solo pidiéndoselo insistentemente a Dios - podrá derrotarla. Y no cabe pensar en mejor intercesora que María, la Madre de Jesús.
La causa de la vida es una causa muy amplia. No se puede reducir al ámbito de la moral personal – y menos “privada”, que dirían algunos - ; es, más bien, una cuestión de justicia y de moral social.
“Mira, Madre, el número inmenso /de niños a quienes se impide nacer,/ de pobres a quienes se hace difícil vivir,/ de hombres y mujeres víctimas/ de violencia inhumana,/ de ancianos y enfermos muertos/ a causa de la indiferencia/ o de una presunta piedad”.
El arco de la defensa de la vida es amplio, enorme. Desprecio a la vida es impedir nacer a un número inmenso de niños, pero lo es también ser indiferente ante la pobreza que hace casi imposible vivir, o ante la violencia, o ante la opción por el descarte que deja en la cuneta a los ancianos o a los enfermos, so capa de piedad, de falsa piedad.
Todo este reto de la cultura de la muerte, y del descarte, nos tiene que llevar a los cristianos a anunciar, a acoger, a celebrar y a testimoniar el Evangelio de la vida; la buena noticia de que la vida debe ser respetada y promovida.
¿Cómo se ha de anunciar este mensaje? “Con firmeza y amor”. ¿Y a quiénes se les debe anunciar este mensaje? “A los hombres de nuestro tiempo”. Firmeza y amor, un binomio que recuerda 1 Pedro 3,15-16: “glorificad a Cristo el Señor en vuestros corazones, dispuestos siempre para dar explicación a todo el que os pida una razón de vuestra esperanza, pero con delicadeza y con respeto, teniendo buena conciencia, para que, cuando os calumnien, queden en ridículo los que atentan contra vuestra buena conducta en Cristo”.
Anunciar este mensaje a los hombres de nuestro tiempo exige un plus de paciencia, porque es posible que las turbulencias que envuelven la conciencia moral, la percepción de lo verdadero y de lo bueno, sean más amplias y más hondas de lo que cabría esperar. Pero, pese a todo, el alma humana, su razón y su voluntad, han sido creadas por Dios y para Dios.
Anunciar y “acoger”. No acogemos la vida cuando somos reticentes ante un embarazo no deseado. O cuando preguntamos a un matrimonio joven: ¿ya otro bebé? Tampoco acogemos si nos da igual que la gente se quede tirada, sin trabajo o sin casa, o padeciendo la fuerza inmisericorde del más fuerte. Ni cuando vemos la ancianidad o la enfermedad como un lastre, como una molestia que conviene superar cuanto antes.
Anunciar, acoger, celebrar y… testimoniar. Son verbos que, como todos los verbos, indican acción, compromiso. Un compromiso que ha de ser solícito y constante y que ha de perseguir un fin muy claro: “construir,/ junto con todos los hombres de buena voluntad,/ la civilización de la verdad y del amor,/ para alabanza y gloria de Dios Creador/ y amante de la vida”.
Guillermo Juan Morado.
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