No podemos resignarnos a aceptar el aborto

La aceptación social del aborto es, prácticamente, unánime y total. Personas serias y cabales, y de buen corazón, que reconocen lo obvio – y hace falta empeñarse mucho en no querer “ver” para “no ver” - ; es decir, personas que se dan cuenta de que abortar es matar a un ser humano durante la etapa embrionaria de su existencia, sin embargo se retraen a la hora de decir que el aborto merece un reproche penal.

Han sucumbido, casi todos, a la perversa lógica de la primera ley del aborto aprobada en España por un Gobierno del PSOE, y a la legitimación legal – leguleya, diría yo – de la misma a cargo de la famosa sentencia del Tribunal Constitucional.; esa sentencia que hablaba del nasciturus, o de la vida del nasciturus, como “bien jurídico” y “comprendía” la despenalización del delito de aborto en determinados supuestos.

En aquel entonces, allá por el 1985, se consideraba que el aborto era un mal. Un mal, sí. Pero un “mal menor” – nefasto concepto, visto lo visto - . Nadie, en teoría, querría aprobar el aborto. Nadie, en teoría, querría abortar. Se decía que, en cualquier caso, serían casos extremos: un riesgo grave para la salud de la madre, un embarazo como consecuencia de una violación o una grave tara en el feto.

En la práctica, y los registros del Ministerio de Sanidad así lo han manifestado, se abortaba libremente. Con una tasa anual, muy pronto, de unos 100.000 abortos. Es naturalmente imposible pensar en 100.000 casos límite en los que la Justicia, asombrada ante las difíciles circunstancias que motivarían el indeseable recurso al aborto, se inhibiese a la hora de penalizar tal conducta.

Y no era solo una conducta personal tolerada, no. Se podía abortar, en la práctica, libremente, a cargo de los presupuestos generales del Estado y en centros públicos de salud.

La llamada “Ley Aído”, de 2010, consagraba, para mayor seguridad jurídica de abortantes, abortadores y abortorios, lo que ya estaba vigente en la práctica. Pero ya el aborto dejaba de ser delito, no tanto en determinados supuestos, sino en determinados plazos.

El partido actualmente gobernante, el PP, había recurrido, sucesivamente, tanto la primera ley del aborto como la segunda. Tras la primera sentencia del Tribunal Constitucional, defendió dicha sentencia como si en ello se le fuese la vida. A la espera de una nueva sentencia del Constitucional, ha retirado un proyecto de ley, liderado por el exministro Ruiz Gallardón, con la pintoresca excusa de que “no hay consenso”. Vamos, como si hubiese habido “consenso” en otras leyes; pongamos la de la reforma laboral o la ley de educación.

Ya sabían, cuando redactaron su programa electoral, que, en ese punto, no habría “consenso”. Y aunque la ley nueva que proponían era, más o menos, un refrito la primera ley de los socialistas, a muchos de sus militantes, del PP, y a muchos más de sus mandos, también del PP, les pareció un proyecto de ley tremendamente conservador e involucionista.

Si pensamos que a quienes estamos a favor de la vida y, en consecuencia, en contra del aborto, las cosas se nos ponen fáciles, estaremos muy equivocados. Que yo sepa, ningún partido con la capacidad de tener representación parlamentaria, aboga por una ley de aborto cero. Ni siquiera, visto lo visto, por una ley que restrinja el recurso al aborto.

La pregunta que me surge es la siguiente: En nada, una especie de movimiento, de partido, o de lo que sea, como “Podemos”, ha movilizado miles de votos. ¿No hay nadie, con capacidad de incidencia en el mundo político, con capacidad de movilizar a las personas que piensen que el aborto no es de recibo, que pueda hacer algo similar a los de “Podemos”?

Porque flaco favor se le haría a la causa de la defensa de la vida apostar por proyectos que, de hecho, no convencen a nadie. Me temo que ni a los familiares de los candidatos que se presentan en ciertas listas.

No todo se debe confiar a la lucha entre partidos. Lo más importante es una batalla cultural. Una resistencia contra un estilo de vida que, para ganancia del consumismo sin freno, elogia los ídolos de la irresponsabilidad, del gozo inmediato, de la glorificación no solo de la juventud, sino de la adolescencia. De los ídolos que nos llevan a identificar la “autorrealización” con el egoísmo.

Dentro de ese panorama, dentro de ese culto al egoísmo, dentro de esa cultura del descarte – de viejos, de niños y, por supuesto, de los no nacidos – no cabe esperar ninguna resistencia frente al aborto. Ninguna contribución a favor de la vida.

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Para los que hayan tenido la paciencia de leer hasta aquí, les recomiendo la lectura del ensayo de Pierangelo Sequeri, “Contra los ídolos posmodernos”, Biblioteca Herder, Barcelona 2014, 92 páginas.

Guillermo Juan Morado.

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