¿Consenso o verdad?
El “consenso”, tan invocado últimamente para lo que conviene y tan despreciado para lo que conviene menos, es el acuerdo producido por consentimiento entre todos los miembros de un grupo o entre varios grupos. No podemos negar que, en nuestra sociedad, existe un amplio consenso en varios temas: Casi todos estamos de acuerdo en que no es lícito maltratar a las mujeres (ni a nadie); en que es preciso proteger la naturaleza; en que no cabe permitir que un asesino salga a la calle disparando tiros a diestro y siniestro. En todo esto, el consenso surge casi espontáneamente.
En otros temas el consenso no es fácil. ¿Existe, acaso, consenso sobre la política económica a seguir, o sobre la política fiscal, o sobre el derecho a llevar a cabo unas votaciones consultivas que podrían amparar la secesión de un territorio del resto del Estado? En estos terrenos el consenso es débil, pero los que mandan no se detienen ante esa debilidad, sino que aplican, simplemente, la ley de las mayorías. El que tiene más votos manda, impone su criterio, con la tranquilidad de haber seguido formalmente las normas procedimentales de la democracia.
¿Basta con esta legitimidad de tener la mayoría? Sí y no. En algunas cosas, puramente opinables, en cosas que pueden ser, según preferencias, “A” o “B”, el recurso a la mayoría es bastante útil. Al fin y al cabo, de algún modo hemos de tomar decisiones, porque es imposible suspender hasta la eternidad la decisión.
En las cuestiones de fondo, el recurso a la simple mayoría es más problemático. Supongamos que uno de nosotros cae como rehén de los terroristas del Estado Islámico. En ese caso, ¿veríamos como justificable el que nuestra vida dependiese del voto mayoritario de los combatientes de esa organización? Aunque todos los integrantes del Estado Islámico votasen y “consensuasen” que lo que procede es rebanarnos el cuello, ¿estaríamos de acuerdo? ¿No surgiría en nuestro interior una protesta basada en lo que entendemos que es justo o injusto, en lo que creemos firmemente que puede ser o no puede ser?
Cuando algo se percibe como injusto, no se apela a la mayoría, ni al consenso – entre una asamblea de ladrones sería difícil esperar que los ladrones condenasen el robo - . Cuando algo se percibe razonablemente como injusto se apela a algo más: a la justicia, a la verdad, a algo que no depende de que seamos más o menos los que estemos de acuerdo, sino a algo que, con más o menos apoyos, nos parece que está por encima de ese cálculo numérico.
Con el tema del aborto sucede algo así. No se puede – coherentemente – apelar al consenso si antes no se lleva a cabo una mínima reflexión sobre la verdad. Lo importante no es si muchos o pocos apoyan el aborto. Lo decisivo es si el aborto, honestamente, justamente, se puede apoyar o no.
¿Ustedes se imaginan someter a consenso los límites de una ley “aceptable” que regule la esclavitud? Yo creo que no. Y “no” es “no”. Y es “no” por una razón muy básica: la esclavitud, aunque haya gente que estaría encantada en mantenerla, no es de recibo.
¿Por qué no lo es? Porque una verdad muy fuerte se impone, porque todos somos seres humanos, libres e iguales en nuestros derechos fundamentales. La verdad en este caso fundamenta el consenso.
¿Por qué no llegamos al consenso en algo tan elemental como el respeto a la vida del concebido y no nacido? Simplemente, creo yo, porque escapamos a la verdad. No interesa, ni social ni políticamente, prestar atención a lo que en realidad es el aborto – la más clara negación del derecho fundamental a la vida - .
Como no hay voluntad de verdad, no hay ni habrá consenso. Ni siquiera habrá voluntad de ese consenso que, en otras materias, muy opinables, no apela ni a la discusión, sino a la única (pseudo) lógica de las mayorías.
Contra los más débiles, ni búsqueda de la verdad ni respaldo de la fuerza de la mayoría. Un escenario muy triste y preocupante. Más triste y preocupante si los ciudadanos nos empeñamos en justificarlo.
Guillermo Juan Morado.
Los comentarios están cerrados para esta publicación.