Domingo de Pascua: La conversión y la fe
Homilía para el Domingo de Pascua (Ciclo A)
El Salmo 118 es, en la liturgia cristiana, el salmo pascual por excelencia: “La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente. Este es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo”.
La piedra desechada por los arquitectos es Cristo, que sufre la Pasión. Él, desechado por los suyos, se convierte, no obstante, en piedra angular por su resurrección de entre los muertos. Sobre esta piedra, que constituye el fundamento de todo el edificio, se levanta la Iglesia. Por su misterio pascual, Cristo “con su muerte destruyó nuestra muerte y con su resurrección restauró nuestra vida”. “Pues del costado de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable de toda la Iglesia”, enseña el Concilio Vaticano II en la constitución “Sacrosanctum Concilium”, 5.
El solemne anuncio de la resurrección, el “kerigma”, consiste precisamente en la proclamación de que a Jesucristo “lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que él había designado: a nosotros, que hemos comido y bebido con él después de la resurrección”, dice San Pedro (cf Hch 10,34.37-43).
Escuchar este anuncio no puede dejarnos indiferentes. Estamos llamados a convertirnos y a creer. La predicación del misterio pascual nos invita a la conversión y a la fe, contemplando al “verdadero Cordero que quitó el pecado del mundo”. Convertirse equivale a pasar de las tinieblas a la luz, del sometimiento al poder de Satanás a la entrega en las manos de Dios, del estado de ira al estado de gracia.
Nos convertimos si creemos en Cristo, en su Evangelio. Nos convertimos si establecemos, secundando la acción de la gracia, una relación interpersonal con Jesús y, en consecuencia, reconocemos nuestros pecados, nos arrepentimos, hacemos del Señor el centro y el eje de nuestras vidas y nos esforzamos, con su ayuda, en cumplir los mandamientos.
La participación en la resurrección del Señor es para nosotros, a la vez, renovación y resurrección. Renovación de todas nuestras relaciones y estructuras humanas, también en el plano político y de convivencia. Renovación que supone abrirse a la verdad por encima del interés egoísta. Renovación que comporta la liberación de la fatalidad y del pecado, para intentar caminar en la santidad.
Esa renovación es el comienzo de una práctica marcada por el horizonte de la resurrección: “Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios” (cf Col 3,1-4).
No solo la resurrección de Cristo. También nuestro paso de paganos a cristianos es un milagro patente: “Este es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo”.
Guillermo Juan Morado.
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