La virginidad y el sepulcro
Homilía para la Solemne Vigilia Pascual
En la aurora del domingo, las dos mujeres que acuden al sepulcro – María Magdalena y otra María - son destinatarias de una revelación divina, realizada por medio del ángel, y de un encuentro con el Señor vivo. En la aceptación de la palabra que Dios les dirige a través de su mensajero y, sobre todo, en el encuentro con el Resucitado, se fundamenta la fe en la Resurrección. Como confirmación, se señala que el sepulcro está vacío.
Todos los elementos que destaca San Mateo en este relato pascual (cf Mt 28,1-10) describen una teofanía, una manifestación de Dios: un gran terremoto sacude la tierra, un ángel del Señor baja del cielo y muestra, con su conducta, haciendo rodar la piedra del sepulcro y sentándose encima, que el sepulcro de Jesús está definitivamente abierto; es decir, que Dios ha triunfado permanentemente sobre la muerte. Se comprende, ante esta irrupción de lo divino, el temor que experimentan los guardias y también las mujeres.
El mensaje del ángel es muy claro: “No está aquí, pues ha resucitado como lo había dicho” (Mt 28,6). El Señor había anunciado su pasión, su muerte y su resurrección y ese anuncio se ha cumplido. El Crucificado está vivo. Ya no está en el sepulcro: “Aquél a quien la virginidad cerrada había traído a esta vida, un sepulcro cerrado lo devolvía a la vida eterna. Es un prodigio de la divinidad el haber dejado íntegra la virginidad después del parto y haber salido del sepulcro cerrado con su propio cuerpo”, comenta San Pedro Crisólogo.
El ángel, además de esa noticia, les da un mandato a las mujeres: “Id a prisa a decir a sus discípulos: ‘Ha resucitado de entre los muertos y va por delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis’”. Pero el Señor se adelanta y les sale al encuentro.
Aquellas mujeres, movidas por una fe unida al amor, lo reconocen enseguida. Abrazan sus pies, que no son los pies de un fantasma, de un espectro que pertenezca aún al reino de la muerte, sino que son los pies de quien ha nacido para nunca más morir. Y lo adoran, postrándose ante Él, como habían hecho los Magos en Belén.
El mandato del ángel de ir a Galilea es planteado también por el mismo
Jesús: “Id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán”.
A través de la Iglesia, cada uno de nosotros ha recibido el testimonio de esta revelación divina y de este encuentro con el Resucitado. No han sido los hombres quienes han dado por primera vez la noticia de la resurrección: Ha sido Dios mismo mediante su palabra, la palabra que engendra la fe, y ha sido Cristo vivo, que ha tomado la iniciativa de salir al encuentro de los suyos.
El sepulcro permanece abierto, también para nosotros. Y de ese seno de la resurrección, como antes del seno de María, brota para nosotros la vida. El Señor nos la comunica mediante la fe y los sacramentos: La vida nueva del Bautismo, de la Confirmación, de la Eucaristía.
Regenerados por el agua y el Espíritu, marcados con el crisma y alimentados con el Pan de vida, podemos – como dice San Pablo – considerarnos “muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús Señor Nuestro” (Rom 6,11).
Guillermo Juan Morado.
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