Transmisión de la fe y vocaciones al sacerdocio
Se acerca la solemnidad de San José y, por consiguiente, el “Día del Seminario”. Una Jornada especialmente dedicada a orar por las vocaciones al sacerdocio. La Iglesia no existe sin la Eucaristía, y no hay Eucaristía sin sacerdotes. Y esto es así por una razón muy sencilla: la Iglesia no es una edificación humana, sino divina. Es decir, la Iglesia no es un “club”, que nace de la voluntad de sus socios. Es otra cosa, es institución divina. El signo sacramental – concreto, sensible, visible - de esta prioridad de la gracia, de la iniciativa divina; en definitiva, de la principalidad de Cristo, es el sacerdocio. El sacerdote nos recuerda que lo esencial no viene de nosotros mismos, sino de Dios.
El tomo XII de la edición española de las “Obras completas” de Joseph Ratzinger se titula “Predicadores de la palabra y servidores de vuestra alegría” (BAC maior, 109, Madrid 2014, 860 pág.). En el prólogo del editor, escrito por G. L. Müller, actual Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, se lee: “el sacerdocio no es un simple ‘oficio’, sino un sacramento: Dios se vale de un hombre con sus limitaciones para estar, a través de él, presente entre los hombres y actuar en su favor”.
Sin fe, sin transmisión de la fe, es imposible que surjan vocaciones. “Imposible”, para Dios, no es nada. Pero Dios no suele forzar las cosas. Realmente, parece que hemos reducido la fe a lo que no es fe. Parece que hemos reducido la fe a una caricatura de la misma. No basta con haber sido bautizado. No basta conque nuestros padres se declaren creyentes. No basta con intentar ampararse en una fe “ambiental”, que ya no existe.
El Concilio Vaticano II, en la Constitución “Dei Verbum”, n. 5, se expresa con palabras graves:
“Cuando Dios revela hay que prestarle ‘la obediencia de la fe’, por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios prestando ‘a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad’, y asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por Él. Para profesar esta fe es necesaria la gracia de Dios, que proviene y ayuda, los auxilios internos del Espíritu Santo, el cual mueve el corazón y lo convierte a Dios, abre los ojos de la mente y da ‘a todos la suavidad en el aceptar y creer la verdad’. Y para que la inteligencia de la revelación sea más profunda, el mismo Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones”.
La fe es un acto sintético, unitario, por el cual el hombre se confía a Dios y asiente a la verdad que Dios comunica. Todo el hombre se compromete: su inteligencia, su voluntad, su libertad. Y, por supuesto, esta entrega y esta adhesión está sostenida por el mismo Dios, por su gracia.
Si todo lo que somos no se ve comprometido, no creemos. Creer no es únicamente adherirse de modo teórico a una verdad. Es mucho más. Es hacer que esa verdad sea norma de vida. Es recurrir a la práctica sacramental, en la que Dios sale a nuestro encuentro. Es aprender a orar de un modo nuevo.
Si la fe no es fe, si es solo una caricatura de fe, no hay cristianos, en sentido propio. Y si no hay cristianos, no hay transmisión de la fe, ya que ésta solo se puede dar “de persona a persona”.
A mí no me preocupa mucho la escasez de vocaciones al sacerdocio. Me preocupa la falta de fe y la debilidad de la transmisión de la fe.
Si en una Parroquia, en un plazo razonable de tiempo, no surge un seminarista es que algo va mal. Es que, en el fondo, no acabamos de creer o que no somos capaces de transmitir la fe.
En cualquier caso, algo serio.
Guillermo Juan Morado.
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