Oración y acción

Domingo XVI del Tiempo Ordinario, Ciclo C

La oración y la acción, la escucha de la palabra de Dios y el trabajo, no son realidades contrapuestas, sino elementos que configuran la existencia cristiana. Por la fe, recibimos a Cristo en nuestra casa, en nuestra intimidad, como hizo Marta. Al igual que ella, debemos disponer las cosas para que el Señor pueda morar entre nosotros, construyendo una sociedad y un mundo que resulten habitables para Dios.

Cada uno de nosotros ha de asumir, con plena responsabilidad personal, su propia tarea: el cuidado de la familia, la preocupación por la educación de los hijos, el afán de realizar bien el propio trabajo. De esta manera contribuimos al bien común de la sociedad y al perfeccionamiento del mundo.

Hemos sido creados a imagen de Dios y estamos llamados, en consecuencia, a prolongar la obra de la creación mediante nuestro trabajo (cf Catecismo 2427). Trabajar es un deber y una manera de hacer fructificar los talentos recibidos: “Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma”, dice el Apóstol (2 Ts 3,10. Soportando el peso del trabajo, colaboramos también con Jesucristo en su obra redentora para, como decía San Pablo, completar en propia carne los dolores de Cristo (cf Col 1,24-28).

Pero en todas las actividades humanas debe existir un orden. El primer mandamiento de la ley de Dios nos ayuda a situarnos en la perspectiva adecuada: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, y con todas tus fuerzas”. Si vivimos en conformidad con esta orientación fundamental, la relación con Dios será para nosotros prioritaria.

Amar a Dios sobre todas las cosas significa estar disponibles para aceptar sus palabras y para entregarnos a Él mediante la fe y la confianza. Significa, asimismo, depositar en Él todas nuestras esperanzas y responder a su amor divino con un amor sincero. María, la hermana de Marta, se sienta con humildad a los pies del Señor para escuchar su palabra. Jesús hace un elogio de esta actitud: María ha escogido lo único necesario, la parte mejor, aquella que no podrán quitarle jamás.


La actividad y el trabajo, siendo realidades justas y buenas, se convierten en un peligro en la medida en que nos distraigan de nuestra orientación hacia Dios. No se trata de no trabajar, sino de trabajar sin olvidarnos de Dios. La vida cristiana es una síntesis entre lo uno y lo otro, entre la contemplación y la acción. El reto que se abre para cada uno de nosotros es el de saber descubrir a Dios en medio de las ocupaciones a las que hemos de hacer frente.

En la celebración de la Eucaristía se hace manifiesto el orden que debe regir nuestras vidas. Todas nuestras obras y tareas, todos los trabajos y ocupaciones, se convierten en una ofrenda espiritual agradable a Dios, ya que los unimos a la ofrenda del Cuerpo y de la Sangre del Señor.

Como cada cristiano, también la Iglesia entera se ve reflejada en Marta y en María. La Iglesia, como Marta, se afana en las labores apostólicas, pero, como María, sabe que lo primero y lo definitivo es Dios.

Como escribía San Agustín: “Marta, recibiendo al Señor en su casa, representa la Iglesia, que ahora lo recibe en su corazón. María, su hermana, que estaba sentada junto a los pies del Salvador y oía su palabra, representa la misma Iglesia, pero en la vida futura, en la que, cesando de todo trabajo y ministerio de caridad, sólo goza de la sabiduría. En cuanto a que Marta se queja de su hermana porque no le ayuda, se da ocasión a la sentencia del Señor, con la que muestra que esta Iglesia se inquieta y turba por muchas cosas, cuando sola una cosa es necesaria, a la cual llega por los méritos de este ministerio. Dice que María ‘eligió la mejor parte’, porque por ésta se va a aquélla que no se quita jamás”.

Guillermo Juan Morado.

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