El papa Francisco, “El hombre del año”
He leído que la edición italiana de una revista – creo que se trata de una revista de moda – ha elegido al papa Francisco como “Hombre del Año”. La noticia, en sí misma, no tiene mayor trascendencia. De todos modos, puede entenderse esta elección como un signo de la amplia aceptación social de la persona del nuevo Papa.
No es malo, a mi modo de ver, que el Papa sea bien acogido por la opinión pública. El Papa, sea quien sea, cuenta de ordinario con la aceptación de los católicos. Incluso, con la aceptación de muchas otras personas. Pero no siempre resulta grato a la mayoría. Ni tiene por qué. No se es mejor o peor Papa, no se desempeña mejor o peor ese oficio, en función de lo que digan las encuestas o los titulares de la prensa mundial.
No obstante, que el Papa resulte agradable a muchos es, en principio, una ventaja. Vivimos en una época en la que la fe, y la comprensión del mundo que de ella deriva, no es un patrimonio común. Y si alguien tiene simpatía por el Papa es más fácil que la tenga por el Catolicismo y, en resumidas cuentas, por Cristo y por el Evangelio. Que es, en suma, de lo que se trata.
A veces, inevitablemente, entre Evangelio y mundo – “mundo”, en general, sin connotaciones especiales – hay contraste, dialéctica, oposición, lucha. No es extraño que sea así. El Evangelio tiene unas prioridades muy claras, Dios y su justicia, que no siempre coinciden con las preferencias común, o mayoritariamente, aceptadas por el mundo. Pero no siempre será bueno exagerar – obviamente, sin ocultarlo - este contraste. Todos nosotros hemos sido, o somos o podemos ser mundanos. Y nos hace bien que una palabra que viene de Dios nos cuestione y nos juzgue. Aunque no siempre entendemos el valor salvador de esta palabra.
Otras veces, tratamos de buscar la diferencia; una diferencia que no es oposición. La razón, la ley natural, aquello que es justo o bueno según podemos juzgarlo con nuestra inteligencia rectamente ordenada, dibujaría un terreno común en principio asumible por todos. Pero, a la hora de la verdad, este territorio compartido se muestra con fronteras muy difusas. Lo que para unos resulta obvio, para otros no lo es. Y no cabe, sin más, privar de juicio o de razón al “otro”, al que piensa de forma distinta. No hay, en este caso, que desesperar de la razón y de sus posibilidades. Más bien, hay que tener paciencia para confiar en que si algo nos convence razonablemente puede también convencer a otros.
Una tercera posición, a mi juicio más realista, opta por la síntesis. Se trata de componer, de sumar, de llegar a un todo unificando las partes; haciendo que sean una realidad y no una mera mezcla heterogénea. En este supuesto, no diríamos “Evangelio y mundo” o “razón y fe”, sino “Evangelio en el mundo” y “razón dentro de la fe”. La norma de la síntesis la da la Encarnación: Jesús, Dios y hombre verdadero, es uno; y lo es para siempre. Sin dejar de ser Dios se hizo hombre. Y, hecho hombre, lo es para siempre.
Estos días leo y releo “Lumen fidei”. Entre los méritos de este texto está volver sobre la relación entre amor y verdad: “Amor y verdad no se pueden separar. Sin amor, la verdad se vuelve fría, impersonal, opresiva para la vida concreta de la persona. La verdad que buscamos, la que da sentido a nuestros pasos, nos ilumina cuando el amor nos toca” (“Lumen fidei”, 27).
Busquemos eso, que el amor con que decimos la verdad “toque” al otro – y a nosotros mismos -. Ojalá nunca usemos la verdad como una lanza, como un arma ofensiva. No es preciso caer en ningún relativismo; no es necesario desertar de lo que vemos que es verdad para poder respetar y valorar al otro; a aquel a quien Dios nos da como hermano y compañero en la vida.
Guillermo Juan Morado.
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