La veracidad de la Resurrección
Homilía para el Domingo de Pascua
El domingo de Pascua es el último día del Triduo Pascual. Resuena, en este día, el “kerigma”, el solemne anuncio de la resurrección de Cristo hecho por Pedro el día de Pentecostés: “Lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que él había designado: a nosotros, que hemos comido y bebido con él después de la resurrección” (Hch 10,40-41).
“Dios lo resucitó al tercer día”. La Resurrección, enseña el Catecismo, “es una intervención trascendente de Dios mismo en la creación y en la historia” (n. 648). Se realiza por el poder del Padre, que “ha resucitado” a su Hijo, introduciendo de manera perfecta su humanidad – con su cuerpo – en la Trinidad. Dios lo ha resucitado, no para que vuelva a morir, sino para que viva para siempre, para que entre en una vida que ya no tendrá fin.
Dios “lo hizo ver”. Jesús “fue visto”, “se dejó ver”, fue mostrado, revelado, por el Padre. No se trató, en ningún caso, de una “ilusión” personal de quienes lo vieron, o de una experiencia mística. La Resurrección no es un hecho que acontece en la subjetividad de los discípulos, sino que se trata de un acontecimiento real, a la vez histórico y trascendente. Histórico, porque tuvo manifestaciones históricamente comprobadas – como el sepulcro vacío y las apariciones -, y trascendente, porque se trata de una actuación divina que trasciende y sobrepasa a la historia.
Jesús resucitado no se aparece a cualquiera: “Cristo resucitado no se manifiesta al mundo, sino a sus discípulos” (Catecismo 647). Su manifestación, siendo real, provoca a la fe y exige una respuesta de fe; en definitiva, no dispensa de creer. Cuando irrumpe de este modo la novedad divina, ningún sentido meramente humano es apto para percibirla. No basta sólo con “ver”, aunque el ver sea necesario para los primeros testigos; es preciso, también, “creer”. La adecuada “proporción” entre Dios y el hombre sólo se establece gracias al don de la fe y no únicamente en virtud de cualidades humanas.
Pedro y los apóstoles son los testigos de esta revelación de Dios. Un testimonio que acreditan con la coherencia de sus vidas, rubricado con el martirio y con su predicación. Como afirma el apóstol San Pablo: “Si Cristo no ha resucitado, es vana nuestra fe y es inútil nuestra predicación” (1 Cor 15,14).
Pero el acontecimiento de la Resurrección no afecta sólo a Jesucristo. En el “pro nobis” de la fe descubrimos que Cristo ha resucitado para que nosotros podamos seguir adelante, para que sepamos que el pecado y la muerte han sido vencidos, porque “los que creen en Él reciben, por su nombre, el perdón de los pecados”.
La bellísima secuencia de Pascua nos permite compartir los sentimientos de María Magdalena: “¿Qué has visto de camino, María, en la mañana? A mi Señor glorioso, la tumba abandonada, los ángeles testigos, sudarios y mortaja. ¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!”.
Esta certeza de la veracidad de la Resurrección engendra la esperanza. Una esperanza que se deposita en la misericordia de Dios y en el anhelo de participar de su victoria: “Rey vencedor, apiádate de la miseria humana, y da a tus fieles parte en tu victoria santa. Amén. Aleluya”.
Guillermo Juan Morado.
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El itinerario del año litúrgico es una magnífica escuela de vida cristiana. Por eso, el seguimiento y la reflexión, domingo tras domingo, de la Palabra de Dios proclamada en la Eucaristía será la mejor guía para caminar por el camino de la fe. Partiendo de la Pascua, este libro nos introduce en el sentido profundo de la presencia del Señor en nuestras vidas, y a partir de ahí nos invita a descubrir su enseñanza y lo que el mensaje evangélico implica para nosotros, si queremos ser fieles a la fe que profesamos. Guillermo Juan Morado (Mondariz, Pontevedra, 1966), sacerdote diocesano de Tui-Vigo y doctor en Teología por la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, es director del Instituto Teológico de Vigo, párroco de la parroquia de San Pablo y canónigo del Cabildo de Tui-Vigo. Autor de distintos trabajos de teología y de espiritualidad, Guillermo Juan Morado completa con este libro la reflexión que inició, en esta misma colección, con el volumen titulado La cercanía de Dios.
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