La renuncia del papa: sorpresa, agradecimiento y confianza
La noticia de que Benedicto XVI renunciará, el próximo 28 de febrero, al pontificado ha causado enorme sorpresa. Nada parecía hacerlo prever, al menos de momento. Es verdad que en su libro “Luz del mundo”, publicado en 2010, contemplaba esa posibilidad, pero la reciente convocatoria de un Año de la Fe, que comenzó en octubre de 2012 y que se extenderá hasta noviembre de 2013, ponía ante nuestra consideración un intenso programa de acciones pastorales que Benedicto XVI llevaría a cabo en primera persona.
¿Qué ha pasado, pues, en estos últimos meses? Debemos creer en la sinceridad del papa cuando afirma que “para gobernar la barca de san Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado”. Es decir, el papa manifiesta sentirse especialmente debilitado y, atendiendo a esa situación, “siendo muy consciente de la seriedad de este acto, con plena libertad”, declara que renuncia al ministerio de Obispo de Roma, Sucesor de San Pedro.
Se trata de una decisión absolutamente personal ante la que solo cabe expresar un profundo respeto. Nadie como él mismo puede ser consciente de cuáles son sus fuerzas y sus límites. Desde la perspectiva de la legislación canónica de la Iglesia, la renuncia del papa es una situación prevista, aunque históricamente se haya dado pocas veces. Habiendo expresado esta voluntad con total lucidez y libertad, en cuanto se haga efectiva la renuncia el Colegio de Cardenales se ocupará del gobierno de la Santa Sede hasta que un cónclave elija a un nuevo papa. Un proceso que, suponemos, estará concluido a lo largo del mes de marzo.
Ante esta noticia, y al mirar hacia atrás, cuando Joseph Ratzinger se convertía en papa, el 19 de abril de 2005, surge en el corazón de muchos, entre los que me cuento, un sentimiento de profundo agradecimiento. En estos ocho años de pontificado, Benedicto XVI se ha empeñado en una tarea de reforma interna de la Iglesia en la que no ha estado exento de tomar decisiones difíciles y dolorosas. Al mismo tiempo, ha insistido en la centralidad de Dios para el hombre y para el mundo, concentrando su brillante predicación en los elementos nucleares y fundamentales de la fe. Ha sido, sigue siendo, el “papa-profesor” que ha luchado en favor de la unidad entre fe y razón.
¿Qué nos depara el futuro? El término de un pontificado - bien sea por el fallecimiento del papa o bien, como en este caso excepcional, por su renuncia - crea una cierta sensación de orfandad, máxime en un momento de la historia en el que el mañana no acaba de verse con demasiada esperanza. Para un cristiano, no obstante, la esperanza es una virtud teologal que, por consiguiente, encuentra su motivo en Dios, en su providencia y en la asistencia que el Espíritu Santo no deja de prestar a su Iglesia. Por esta razón, el futuro debe aguardarse con entera confianza.
Así como a la muerte de Juan Pablo II la figura del cardenal Ratzinger emergía por méritos propios entre los miembros del Colegio Cardenalicio, no parece atisbarse, entre los actuales cardenales, una personalidad que descuelle de igual manera. Pero tras un papa viene otro papa y la Iglesia sigue y seguirá adelante. Eso sí, debemos rezar para que el próximo cónclave acierte a la hora de elegir a un digno pontífice. Sin duda, Benedicto XVI pasará a la historia de la Iglesia, también por su renuncia, como un papa inolvidable.
Guillermo Juan Morado.
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