Pacientes, cordiales, amables
“Los obispos están llamados a ser pacientes, cordiales y amables según el espíritu de las bienaventuranzas”, les decía Benedicto XVI a los obispos de Bangladesh con ocasión de una visita “ad limina” (12.VI.2008). Creo que esta recomendación es válida para todos los cristianos. Para los pastores, sin duda alguna. Pero también para los demás fieles cristianos.
No es fácil ser paciente. La paciencia, dice esa síntesis del saber que es el “Diccionario”, es la “capacidad de padecer o soportar algo sin alterarse”. Paciente, propiamente hablando, es Dios: “El Señor no retrasa su promesa, como piensan algunos, sino que tiene paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie se pierda, sino que todos acceden a la conversión” (2 Pe 3,9).
Dios nos da tiempo; sabe esperar. La paciencia divina se refleja en la paciencia de Cristo. Iesu patientissime, invoca una de las letanías del Santísimo Nombre de Jesús. Jesús es infinitamente paciente. Parece soportarlo casi todo, hasta que no le entiendan ni los suyos, a pesar de explicarse con toda claridad (cf Mc 8,32).
Todos debemos ser pacientes. En primer lugar, con nosotros mismos. No se puede desesperar. Pocas cosas se solucionan de hoy para mañana. Somos, o podemos serlo, muy lentos a la hora de enmendarnos, de mejorar, de caminar hacia adelante.
Pero también pacientes con los demás. Los ritmos de las diferentes personas raramente están sincronizados. El orden acompasado, la armonía, la proporción, es más un ideal que hay que perseguir que una realidad constatable aquí y ahora. En la carrera de la vida no podemos dar por seguro que, siempre y para todos, “A” quiera decir “A”.
“Cordiales” quiere decir “afectuosos”. Una de las acepciones del término “cordial” es una bebida que se da a los enfermos para confortarlos. Lo cordial es lo “de corazón”. También en este caso de debe pensar por elevación y fijar la mirada en el Corazón de Cristo, símbolo y expresión del amor del Verbo encarnado por cada uno de nosotros. Amar “de corazón”, desde el fondo de nuestro ser, para así poder confortar, animar y consolar a los muchos afligidos por la vida.
La tercera palabra, el tercer adjetivo, es “amables”. Todos, intuitivamente, sabemos qué significa eso. Lo hemos experimentado cada vez que se nos ha tratado con respeto, con educación y con delicadeza. ¡Cuánto se agradece ese buen trato! Especialmente cuando uno se encuentra asustado, perdido o desorientado.
San Francisco de Sales es, para todos, un ejemplo: de paciencia, de cordialidad y de dulzura. De él copio esta frase: “Para domesticar a un caballo y que aprenda el paso y admita la brida y la montura, hacen falta años”. Y en una carta aconsejaba a una de sus hijas espirituales: “No perdáis la menor ocasión de ejercitar la dulzura con todos”.
Guillermo Juan Morado.
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