Llena de gracia
Homilía para solemnidad de la Inmaculada Concepción de Santa María Virgen
En la Anunciación a María el ángel Gabriel le dijo: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1,28). “Llena de gracia” es – ha dicho Benedicto XVI – “el nombre más hermoso de María”. La Virgen es la “kecharitomene”, la que ha estado y sigue estando llena del favor divino.
San Pablo escribe, en la Carta a los Romanos, que “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rom 5,20). El pecado ha introducido un desorden en la creación y en la historia de la humanidad, pero no ha podido hacer fracasar el plan de Dios.
En el libro del Génesis, el relato de la caída incluye también una promesa de victoria. El Señor Dios dijo a la serpiente: “pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia; esta te aplastará la cabeza, cuando tú la hieras en el talón” (Gen 3,15).
La Iglesia, que “no deriva solamente de la Sagrada Escritura su certeza acerca de todas las verdades reveladas” (DV 9), sino de la Sagrada Escritura unida a la Tradición, ha visto en ese pasaje del Génesis una profecía de lo que había de suceder en Cristo y en María: la victoria de Jesús sobre el mal. Una victoria a la que, de modo singular, está asociada su Madre.
Poco a poco, partiendo del paralelismo antitético existente entre Eva – la primera mujer - y María – la nueva mujer - , la Iglesia ha tomado conciencia explícita de que la santidad de Dios reclama la santidad absoluta de María. De una manera muy gráfica lo expresa San Cirilo de Alejandría en una homilía contra Nestorio: “¿Quién oyó nunca que el arquitecto, cuando edifica una casa para él mismo, cede primero a su enemigo la ocupación y habitación de ella?”.
María es más que la casa en la que Dios habita: es la Madre de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre. Es la Madre de Dios. En Ella el proyecto creador de Dios no se ve ensombrecido por ninguna mancha. La Virgen es la Purísima, “la pureza en persona, en el sentido de que en Ella espíritu, alma y cuerpo son plenamente coherentes entre sí y con la voluntad de Dios” (Benedicto XVI).
La solemnidad de la Inmaculada tiene sus orígenes en Oriente, en los siglos VII y VIII, y paulatinamente se extendió a Occidente y a toda la Iglesia. Algunos teólogos se resistían a aceptar la Inmaculada Concepción de María porque no veían compatible esa verdad con la redención universal obrada por Cristo.
Esta dificultad fue solucionada por el beato Duns Scoto: Cristo es el Redentor de todos; también el Redentor de su Madre, a quien redimió preservándola del pecado original y haciendo que desde el primer instante de su existencia recibiese la plenitud de la gracia.
Esta certeza acerca de la Inmaculada Concepción de Santa María llegó a su máxima expresión cuando el beato Pío IX definió, el 8 de diciembre de 1854, que era una verdad revelada por Dios “que la beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús, Salvador del género humano”.
Celebrar esta solemnidad en honor de nuestra Madre nos invita a acoger a Dios en nuestras vidas para que, también en nosotros, sobreabunde su gracia. Nos invita a la esperanza, porque Dios no fracasa y también nosotros, si somos fieles a su voluntad, podemos ser partícipes de su victoria sobre el mal y el pecado. Nos invita a desplegar en nuestra existencia el plan de Dios, que nos ha creado a su imagen y semejanza y que “nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante Él por el amor” (Ef 1,4).
Guillermo Juan Morado.
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