Maestro, que pueda ver
XXX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
A comienzos del siglo XX la teología católica se interesó, como también en otras épocas, por lo que se ha llamado el “analysis fidei”; el estudio de cómo se relacionan, en el acto de creer, la gracia de Dios y la inteligencia y la voluntad del hombre. Entre los teólogos que escribieron sobre el tema destaca el jesuita francés Pierre Rousselot (1878-1915), autor de un interesante ensayo titulado Los ojos de la fe. “Habet namque fides oculos suos”, “y, en efecto, la fe tiene ojos”, decía ya San Agustín. Para Rousselot, en la estela del gran Obispo de Hipona, la fe es la capacidad de ver lo que Dios quiere mostrar y que no puede ser visto sin la fe. La gracia de la fe concede a los ojos ver acertadamente, proporcionalmente, su objeto, que no es otro más que Dios.
La imagen de los ojos y de la vista, para referirnos a la fe, sobresale en el texto de San Marcos que narra la curación del ciego Bartimeo (cf Marcos 10, 46-52). El ciego es aquel que no puede ver. Y en esa condición de invidencia se encontraba este personaje, Bartimeo. Sí podía oír y hablar, incluso gritar. Sentado en el borde del camino, a la salida de Jericó, oyó que pasaba a su lado Jesús Nazareno y el ciego no perdió la ocasión de gritar, venciendo todos los respetos humanos: “Hijo de David, ten compasión de mí”. El Señor escucha su grito y le llama. “¿Qué quieres que haga por ti?”. “Maestro, que pueda ver”. Jesús realiza el milagro y “al momento recobró la vista y lo seguía por el camino”.
Con toda certeza, lo primero que habría visto Bartimeo sería el rostro de Jesús. Ya creía en Él, con la fe que viene por el oído (cf Romanos 10, 17), pero el encuentro con el Señor abre también su ojos para que pueda reconocerle y seguirle. Es Jesús el que se deja oír y el que se hace ver. La iniciativa es suya, aunque Bartimeo la secunde activamente.
Santo Tomás de Aquino comenta que se requieren dos condiciones para que se dé la fe. La primera es que se le propongan al hombre cosas para creer, y la segunda es el asentimiento del que cree a lo que se le propone (cf Suma de Teología, II-II, 6, 1). Tanto la proposición de lo que ha de ser creído como el asentimiento provienen, principalmente, de Dios. La fe es un don, un regalo. Las verdades de la fe “no caen dentro de la contemplación del hombre si Dios no las revela”; de manera inmediata, como a los apóstoles y a los profetas, o mediante la palabra de la predicación. También el asentimiento tiene su causa última en Dios. Es Él quien mueve desde dentro al hombre, con la gracia, para que pueda asentir a la revelación.
Los ojos de la fe nos permiten contemplar de modo nuevo la realidad, relacionando todos sus componentes, toda nuestra existencia, con Dios. De algún modo es como si Dios nos hiciese partícipes de su propia mirada; de la mirada con la que Él se contempla a sí mismo y con la que contempla, en sí, todas las cosas. El mundo de nuestra experiencia no se empequeñece al creer, sino que se dilata, abriéndose a un panorama inédito en el que Dios se da conocer como fin de nuestra vida, para que nosotros podamos tender hacia Él con nuestro pensar y nuestro obrar.
Creer es creer in Deum; caminando en Dios y hacia Dios; siguiendo a Cristo por el camino, como Bartimeo. La Iglesia es la peregrinación de los itinerantes que retornan del exilio, guiados entre consuelos “por un camino llano en que no tropezarán” (cf Jeremías 31, 7-9). Cristo va delante. Él, que “puede comprender a los ignorantes y extraviados” (cf Hebreos 5, 1-6), es el Guía. Él pone risas en nuestra boca y cantares en nuestra lengua (cf Salmo 125).
Guillermo Juan Morado.