Una brújula segura
El Concilio Vaticano II fue inaugurado por el papa Juan XXIII el 11 de octubre de 1962 con la presencia de 2.540 padres conciliares - obispos y superiores generales de los institutos religiosos masculinos - y de observadores de otras confesiones cristianas. Posteriormente, en 1963 y 1964, serían invitados como oyentes diferentes personas, hombres y mujeres.
Benedicto XVI ha querido celebrar el cincuenta aniversario de esta inauguración convocando un “Año de la Fe", en la certeza de que los textos dejados por el Vaticano II no pierden su valor ni su esplendor, pues el último concilio - como dijo en su día Juan Pablo II - se nos ofrece como una “brújula segura” para orientarnos en el siglo XXI.
¿Por qué y para qué se convocó el concilio? A diferencia de lo que había sucedido en concilios anteriores, no se vivían en la Iglesia cuando fue anunciado el Vaticano II problemas graves de fe, de comunión o de disciplina. La voluntad de Juan XXIII era impulsar un “aggiornamento” de la Iglesia, una puesta al día, una renovación, con el propósito de que la doctrina de siempre fuese presentada “según las exigencias de nuestro tiempo".
La Iglesia quería así tomar conciencia del presente para de este modo contribuir a forjar el futuro. En definitiva, se buscaba discernir cuál había de ser la relación correcta entre cristianismo y modernidad. En esta clave se puede comprender la trascendencia de la “Declaración sobre la libertad religiosa” en la que el concilio propone la libertad religiosa como un derecho de la persona humana y como principio fundamental de las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Asimismo, en la “Declaración sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas” el concilio intentó mostrar, con una finalidad práctica, lo que los hombres de las distintas religiones tienen en común para promover el diálogo y la colaboración entre todos.
¿Cuál es el contenido principal del Vaticano II? Si nos acercamos a sus textos encontramos documentos de diferentes clases: constituciones, decretos y declaraciones. Las cuatro constituciones son el núcleo del concilio. La “Constitución dogmática sobre la Iglesia” - verdadera espina dorsal de todo el conjunto - refleja la autoconciencia de la Iglesia; su autocomprensión en relación al misterio de Dios, al destino y a la palabra de Jesús, a los hombres y a sus propias estructuras y fines.
La “Constitución dogmática sobre la divina Revelación” estudia de forma sistemática la realidad primera del cristianismo: la comunicación de Dios a los hombres que llega a su centro y plenitud en Jesucristo, el Verbo encarnado. La “Constitución sobre la sagrada Liturgia” quiso reformar y fomentar el culto eclesial, asentándolo sobre profundas bases teológicas. Finalmente, la “Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual” quiere exponer la actitud de la Iglesia ante el mundo y los hombres contemporáneos. El Sínodo de obispos de 1985 articuló las cuatro constituciones en la fórmula siguiente: “La Iglesia, bajo la Palabra de Dios, celebra los misterios de Cristo, para la salvación del mundo".
¿Cómo se ha de interpretar el concilio? Este magno acontecimiento ha afectado a todas las áreas de la vida de la Iglesia y sus textos se han visto sometidos a gran cantidad de interpretaciones, algunas de ellas extremistas. Benedicto XVI ha insistido en la necesidad de una “hermenéutica de la reforma", de la renovación dentro de la continuidad del único sujeto-Iglesia.
Los padres conciliares ni podían ni querían crear “otra” Iglesia, diferente o alternativa, sino renovar la Iglesia fundada por Jesucristo. De ahí que el papa insista en la importancia de regresar a la “letra” del concilio, a sus textos, para así encontrar en ellos su auténtico espíritu, evitando de este modo “caer en los extremos de nostalgias anacrónicas o de huidas hacia delante", acogiendo, por el contrario, la novedad en la continuidad.
A los cincuenta años de su apertura el reto que el concilio Vaticano II nos sigue planteando es el de vivir y proponer, con credibilidad y hondura, la fe en Jesucristo, verdadera luz que ilumina a los hombres de todos los tiempos.
Guillermo Juan Morado.