Un amor definitivo
XXVII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
Cuando los novios acuden a la parroquia para iniciar el expediente matrimonial, se le formula a cada uno de ellos, entre otras, la siguiente pregunta: “¿Tiene intención de contraer matrimonio como es presentado por la ley y doctrina de la Iglesia: uno e indisoluble, ordenado al bien de los cónyuges y a la generación y educación de los hijos?”. Si el contrayente careciese de esa intención, el matrimonio no se podría celebrar y, de hacerlo, sería en sí mismo nulo; una pura apariencia de matrimonio, sin realidad.
La Iglesia no ha “inventado” el matrimonio, ni ha dispuesto, por su propio capricho, que éste sea “uno e indisoluble”. La Iglesia ha recibido esta doctrina de Jesús: “Al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” (Mc 10, 6-9).
El Señor se remite “al principio”; es decir, a la acción creadora de Dios, y lo hace con palabras tomadas del libro del Génesis (2, 24). El matrimonio es creación de Dios; Él mismo es el autor del matrimonio: “La vocación al matrimonio se inscribe en la naturaleza misma del hombre y de la mujer, según salieron de la mano del Creador. El matrimonio no es una institución puramente humana”, nos recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 1603).
Dios es amor; amor fiel. El amor de los esposos, en virtud del sacramento del matrimonio, está llamado a testimoniar esa fidelidad. El esposo y la esposa no serían “una sola carne” si no se entregasen totalmente el uno al otro; exclusivamente el uno al otro; únicamente el uno al otro. Y esta entrega no es total si no abarca también el futuro; si no es una donación definitiva, en lugar de ser un compromiso pasajero. Cuando los novios contraen matrimonio se dicen el uno al otro: “Yo te quiero a ti, como esposo (o como esposa) y me entrego a ti, y prometo serte fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, todos los días de mi vida”. “Me entrego a ti”, definitivamente. El matrimonio no es un contrato de alquiler, ni una cesión por un tiempo; es una mutua donación irreversible.
Jesús, en el Evangelio, habla también de la “dureza del corazón”. Si Moisés permitió el repudio fue “por la dureza de vuestro corazón”, por vuestra “terquedad”; por la resistencia a aceptar y a cumplir el proyecto de Dios. El corazón deja de ser un corazón duro cuando se abre al amor irrevocable de Dios. Para los esposos puede resultar difícil unirse para toda la vida. Pero lo que parece casi imposible para los hombres no lo es para Dios. Los esposos, si corresponden a la gracia del matrimonio, experimentarán que su amor es engrandecido por Dios, su fidelidad fortalecida por la fidelidad de Aquel que no quebranta su alianza, su entrega mutua elevada a signo eficaz de la entrega de Cristo a su Iglesia.
Ante la fragilidad de las uniones matrimoniales; ante la proliferación del divorcio, la Iglesia se siente llamada a cumplir el servicio de la verdad y de la caridad. Lo que Dios pide a los hombres, no puede ser silenciado, porque lo que Dios exige es, a la vez, el camino de nuestra felicidad y de nuestra santidad. Pero la Iglesia es madre, y no repudia a sus hijos; no se olvida tampoco de los divorciados que, tras abandonar o ser abandonados por su legítimo cónyuge, han vuelto a contraer una nueva unión civil. Es verdad que, mientras persista esa situación irregular, no pueden acceder a la comunión eucarística. Pero no están, estas personas, separadas de la Iglesia; pueden escuchar la Palabra de Dios, asistir a la celebración de la Santa Misa, perseverar en la oración, incrementar las obras de caridad, educar a sus hijos en la fe cristiana e implorar, en el espíritu de penitencia, la gracia de Dios (cf Juan Pablo II, Familiaris consortio, 84).
Que el Señor nos conceda el don de la fidelidad a nuestra vocación. Y que en la mutua fidelidad de los esposos, podamos palpar la grandeza del amor de Dios. “¡Que el Señor nos bendiga todos los días de nuestra vida!”. Amén.
Guillermo Juan Morado.