Sagrado Corazón de Jesús
El amor de Dios por su Pueblo – por ese pueblo que es una preparación de la Iglesia – es un amor paternal y misericordioso. Israel es visto por Dios como un hijo, a quien se le llama, a quien se le enseña a andar, alzándolo en brazos, atrayéndole con “correas de amor” (cf Os 11,1-9). Un Dios a quien se le “revuelve el corazón” y se le “conmueven las entrañas”. La paternidad de Dios en relación con su Pueblo pone de relieve que Él es el origen primero de todo: su palabra llama a la existencia a lo que no era y forma un pueblo de lo que era un no pueblo.
El misterio fontal, originario, de la paternidad de Dios despeja la incógnita de nuestra procedencia y, a la postre, de nuestro destino. Nuestro camino no es un itinerario inútil que conduce del azar a la nada; venimos de Dios y volvemos a Él. Y ese origen de todo es bondad y solicitud amorosa para con sus hijos; es ternura y clemencia, misericordia que sabe inclinarse sobre nuestra propia miseria para alzarnos sobre el barro de nuestra limitación y de nuestra indigencia. La Iglesia se perfila como nacida de la compasión de Dios; de la capacidad divina de hacerse cargo del sufrimiento, del dolor, del padecimiento de los hombres.
San Pablo, en la carta a los Efesios, pide para los cristianos que el amor sea su raíz y su cimiento (cf Ef 3,17), para que, habitando Cristo en sus corazones por la fe, puedan comprender “lo que trasciende toda filosofía: el amor cristiano” (Ef 3,19). Lo que trasciende toda filosofía, toda sabiduría humana, es lo que solo Dios puede dar: su propio amor que se hace visible en la Cruz de Jesucristo.
Jesús es el Revelador y la Revelación del Padre. En toda su “presencia y manifestación” se expresa humanamente el ser de Dios (cf Dei Verbum, 4); se hace visible la profundidad de su amor.
El corazón del Redentor, traspasado por nuestros pecados y para nuestra salvación (cf Jn 19,31-37), es el corazón sufriente de Dios que, no por debilidad o por imperfección, sino por amor, elige libremente padecer con nosotros, y mucho más que nosotros, todo el mal que asola la tierra. También el lado oscuro de la condición humana, el dolor y el sufrimiento, el mal y el pecado, es asumido para ser redimido en “ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical” (Benedicto XVI, Deus caritas est, 12).
La fecundidad del amor se refleja en la sangre y el agua que brotan del costado del Señor. Esa fecundidad se llama “Iglesia”, pues mediante ella Cristo “manifiesta y realiza al mismo tiempo el misterio del amor de Dios al hombre” (Gaudium et spes, 45). No es de extrañar que Pablo VI definiese a la Iglesia como “el proyecto visible del amor de Dios hacia la humanidad”.
Este amor fecundo que nace de la compasión de Dios compromete a todos los que han renacido por el Bautismo y la Eucaristía a ser signos vivos de la clemencia y de la misericordia, testimoniando así la verdadera justicia de Dios, la rectitud de su amor.
Celebrar el Corazón de Cristo implica comprometerse en la construcción de una civilización del amor que, frente al odio y a la violencia, resalte el valor de la persona humana y de su inviolable dignidad.
Lejos de ser una devoción trasnochada, el culto al Sagrado Corazón de Jesús nos introduce en la esencia del cristianismo y, como afirmó Juan Pablo II, “corresponde más que nunca a las esperanzas de nuestro tiempo”.
Guillermo Juan Morado.
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