Tu Cruz adoramos
“Tu Cruz adoramos, Señor, y tu santa Resurrección alabamos y glorificamos, por el madero ha venido la alegría al mundo entero”.
En el Viernes Santo, primer día del Triduo Pascual, la Iglesia adora la Cruz del Redentor. Por medio de su sangre, de su Muerte, Jesucristo instituyó el misterio pascual, el tránsito de la muerte a la vida, de este mundo al Padre.
En la celebración de ese día, nos unimos a Cristo en este tránsito, para vivir, asociados a Él, nuestro propio paso del pecado a la gracia. La austeridad caracteriza el Viernes Santo. El celebrante, postrado en el suelo, expresa la humillación del hombre terreno antes de la Pascua liberadora de Cristo. Sin Él, sin el Señor, somos muerte, pecado y debilidad. Unidos a Él nos convertimos en vida, en gracia, en hombres nuevos resucitados.
La lectura de la Pasión según San Juan nos permite adentrarnos en el misterio de la entrega de Jesucristo. El Cristo que sufre es el Señor glorioso, que con su Resurrección derrota para siempre el pecado y la muerte. La majestad del Nazareno – “Yo soy” – hace retroceder y caer a tierra a los soldados que se disponen a apresarle en el huerto de Getsemaní.
Ante Pilato, que lo interroga, Jesús contesta con soberana serenidad: “Mi reino no es de este mundo”. Cuando todo está ya cumplido, desde el trono de la Cruz, el Señor “entregó su Espíritu”, el principal don de la Pascua.
Sus piernas no fueron quebradas, porque no pueden ser quebrados los huesos del Cordero Pascual. De su costado traspasado por la lanza salió sangre y agua, símbolo de la Iglesia, edificada por los sacramentos pascuales del Bautismo y la Eucaristía.
La Cruz que adoramos es la Cruz victoriosa del Crucificado. La Cruz ante la que nuestras rodillas se doblan, reconociendo, con esa genuflexión, la gratuidad y la grandeza del amor del Redentor. La Cruz que se convierte en señal distintiva de un estilo de vida que se identifica con el de Jesucristo.
Como escribe el apóstol San Pablo: Cristo, por nosotros, “se sometió incluso a la muerte, y una muerte de Cruz. Por eso, Dios lo levantó sobre todo, y le concedió el ‘Nombre-sobre-todo-nombre” (Flp 2,8-9). El Señor aparece así como el modelo perfecto de las disposiciones que hemos de tener los cristianos, haciendo nuestros “los sentimientos propios de Cristo Jesús.
El ayuno del Viernes Santo nos permite recordar que somos hombres hambrientos de salvación; y que nuestra hambre se verá saciada con la vida nueva que nos regala Cristo Resucitado, cuando el gozo de la Pascua ilumine las tinieblas de la noche y nos haga vislumbrar “la luz gozosa de la santa gloria del Padre celeste inmortal”, el “santo y feliz Jesucristo”.
Guillermo Juan Morado.
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