Jueves Santo
La entrega de Jesús
La Semana Santa tiene su centro en el Triduo Pascual. Tres días: el Viernes Santo, el Sábado Santo y el Domingo de Pascua, en los que la Iglesia conmemora y actualiza el paso o tránsito de Jesucristo “de este mundo al Padre” (cf Jn 13,1-15) a través de su Muerte y Resurrección. La introducción o el pórtico de este Triduo es la celebración de la Misa vespertina de la Cena del Señor.
Jesús, en la última Cena con sus Apóstoles, dio su sentido definitivo a la pascua judía – de la que nos habla el libro del Éxodo (12,1-8.11-14) - . La conmemoración de la salida apresurada y liberadora de Egipto, se convierte en prefiguración de otra salida y de otro éxodo: el paso de Jesús a su Padre por su Muerte y su Resurrección.
La Eucaristía es la celebración de este éxodo, de esta Pascua Nueva, “del `éxodo hacia Dios´ de la resurrección del Hijo encarnado, en el que la muerte ha sido engullida por la victoria” (Bruno Forte).
Recordando y haciendo presente la Pascua del Señor, la Iglesia anticipa su pascua final en la gloria del Reino (cf Catecismo 1340). “Cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva”, nos dice San Pablo (1 Cor 11,23-26). Sí, la Eucaristía se celebra en la “provisionalidad” de la fe y en la expectación esperanzada de que la Pascua de Cristo será también nuestra pascua, nuestro paso definitivo al Padre, nuestra entrada en el Reino, en la verdadera tierra de promisión.
Mientras aguardamos la gloriosa venida de Nuestro Salvador Jesucristo, cumplimos su mandato: “Haced esto en memoria mía”. Hacemos memoria de su Cuerpo entregado y de su Sangre derramada. Una memoria que actualiza, en el signo sacramental de la Eucaristía, el sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la Cruz.
“Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”, anota San Juan. La Pascua de Cristo nos sitúa en el extremo del amor de Dios: de un Dios que sale de sí mismo hasta el abajamiento supremo de la Cruz; de un Dios que se convierte en esclavo, lavando los pies de sus discípulos; de un Dios que expresa de forma máxima la ofrenda libre de sí mismo en una cena en la que su Cuerpo, que va a ser entregado, es el alimento y su Sangre, que va a ser derramada, es la bebida.
El Papa Benedicto XVI escribe que “la Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús”, pues nos implica en la dinámica de su entrega (cf Deus caritas est, 13). El amor de Dios se nos da como alimento en la Eucaristía, y nos capacita para amar como Cristo ama, con un amor que da la vida.
Es ese el marco adecuado para comprender el mandamiento nuevo que nos da Jesús: “Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables, son un único mandamiento. Pero ambos viven del amor que viene de Dios, que nos ha amado primero. Así, pues, no se trata ya de un «mandamiento» externo que nos impone lo imposible, sino de una experiencia de amor nacida desde dentro, un amor que por su propia naturaleza ha de ser ulteriormente comunicado a otros. El amor crece a través del amor. El amor es «divino» porque proviene de Dios y a Dios nos une y, mediante este proceso unificador, nos transforma en un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos convierte en una sola cosa, hasta que al final Dios sea «todo para todo» (cf. 1 Cor 15,28)” (Deus caritas est, 18).
Signo de la precedencia del amor de Dios es el sacerdocio ministerial, a través del cual Cristo construye y conduce a su Iglesia, para seguir actuando y realizando en el mundo la redención.
Guillermo Juan Morado.
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