San Blas
Hoy se celebra la conmemoración de San Blas, médico, obispo de Sebaste en Armenia, que vivió en el tiempo de los emperadores Diocleciano y Licinio (307-323). Le tocó padecer la persecución contra la fe. Blas intentó ocultarse en una cueva, pero fue descubierto por unos cazadores de fieras y denunciado al gobernador de Capadocia. Lo torturaron con peines de hierro y finalmente fue decapitado.
La lectura evangélica del día – viernes de la cuarta semana del tiempo ordinario – nos habla de un martirio precedente, el de San Juan Bautista (cf Mc 6,14-29). San Juan es el Precursor de Jesús, a quien señala como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. El Bautista no llama la atención sobre sí mismo, sino sobre Jesús. Él va delante, como un heraldo, también en la muerte martirial.
¿Por qué es martirizado, decapitado, el Bautista? Por un conflicto de intereses. San Juan decía en voz alta una verdad que resultaba incómoda: “El motivo era que Herodes se había casado con Herodías, mujer de su hermano Felipe, y Juan le decía que no le era lícito tener la mujer de su hermano”. Posiblemente Juan, que gozaba del respeto y hasta de la simpatía del rey Herodes, hubiese hecho carrera en la corte si hubiese sido, humanamente hablando, un poquito más “prudente”.
Herodes, por su parte, se ve coaccionado por la situación. No odiaba a Juan, sino todo lo contrario, pero era el rey y había dado en público su palabra: “Pídeme lo que quieras, que te lo doy”, le dice a la hija de Herodías. La muchacha había danzado en la fiesta de cumpleaños del monarca, gustando a todos. La joven no decide por sí misma el premio sino que consulta a su madre: “La cabeza de Juan el Bautista”. Y el rey, “por el juramento y los convidados”, cede y le entrega en una bandeja el trofeo solicitado.
También la muerte de Jesús es martirial; lo es por antonomasia. También la Cruz se debe a un conflicto de intereses, a las componendas de un mundo que no quiere hacer espacio a Dios. ¿Cuál era la culpa de Jesús? En realidad, ninguna: Anunciar la cercanía de Dios, la irrupción de su Reino, la solicitud de su amor. Contra Él, el Justo, se confabulan todos los poderes, acusándolo falsamente de blasfemo y de sedicioso. No convenía Jesús, resultaba demasiado molesto e insoportable, a pesar de haber transcurrido su vida terrena haciendo el bien.
No es “fácil” para Dios salvar al hombre. El mal, el egoísmo, la codicia y la soberbia – en definitiva, el pecado – es un obstáculo enorme. Solo se le puede vencer “desde dentro”, asumiendo sus consecuencias negativas para transformarlas en todo lo contrario: en amor, en generosidad, en humildad. “Lo que no es asumido no es redimido”, decía San Ireneo.
Nuestra imaginación, al hablar de mártires, evoca escenas de los primeros tiempos del cristianismo: El circo romano atestado de cristianos, entregados a las fieras por negarse a ofrecer incienso a los ídolos. Ellos fueron los primeros, pero no los únicos. La historia de la Iglesia, y el presente de la Iglesia, es una historia y un presente de martirio.
Quizá no llegaremos a ser mártires, o quizá sí – no es un destino tan extraño que debamos excluir en principio - . En cualquier caso, sí necesitamos el don de la fortaleza para no sucumbir ante los desprecios, las burlas, la marginación a la que puede dar lugar nuestra condición de cristianos. No nos odian solo a nosotros, odian la fe; se resisten a la verdad. Por convicción o por conveniencia, los perseguidores de la Iglesia odian a Dios.
No creo que haya habido un siglo tan pródigo en mártires como el pasado siglo XX. Nadie puede asegurar que el XXI sea mejor. Por eso es grato contemplar el ejemplo de San Blas, un santo muy popular en Oriente y Occidente. Las actas apócrifas le atribuyen muchísimos milagros. Es invocado, sobre todo, como protector de los males de garganta. En algunos lugares se bendice a las personas el día de su memoria con esta fórmula: «Por la intercesión y los méritos de San Blas, obispo y mártir, Dios te libre de los dolores de garganta y de cualquier otro mal».
Guillermo Juan Morado.
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