Mayo en el blog: Aurora siempre hermosa

Frendense nos ofrece un bello texto, impregnado de amor a María. Ella es la “Aurora", la Madre, que obtiene de su Hijo signos del mundo nuevo, donde ya no habrá luto, ni llanto, ni dolor. Me ha emocionado el recuerdo que el autor hace de la Jornada Mundial de la Juventud, celebrada en Polonia en 1991, con el Papa Juan Pablo II - ¡la historia interior de muchos de nosotros debe tanto a esas iniciativas, que en absoluto se reducían a la espectacularidad externa! - . El 15 de agosto de 1991, yo era un sacerdote recién ordenado que, por primera vez, concelebraba la Santa Misa con el Papa en esa solemnidad de la Virgen.

AURORA SIEMPRE HERMOSA
(por Fredense)

Escribirle a la Virgen María me da vértigo. Al principio, porque la mente se me queda en blanco. Más tarde, porque cuanto más lo pienso más me doy cuenta de que Ella ha estado presente siempre, en cada instante de mi vida. ¿Cómo contarlo? ¿Cómo merecerlo?

Probablemente el recuerdo más antiguo que conservo es el de mi abuela rezando conmigo al ir a dormir. Era invierno, hacía frío y en la mesilla de noche había una figurita fosforescente de la Virgen de Fátima. Si le dabas cuerda, sonaba el famoso Avemaría de los pastorcillos. No sé por qué he empezado a contar esto, porque si sigo a este ritmo no voy a acabar nunca.

No puedo resumir todo lo que ha hecho la Virgen María en mi vida en un simple folio. ¿Qué elijo? ¿Los inocentes mayos de mi infancia, llenos de oraciones y de esperanzas? ¿Los interminables rosarios de aquel verano del 74, cientos de rosarios, día y noche rezando en familia, mientras mi padre agonizaba en la habitación de al lado y que, al final, no sirvieron de nada, rosarios tirados a la basura porque Dios decidió traicionarme cuando aún no había cumplido los 12, Dios, y los curas, y mis parientes, beatos hasta la náusea, y todo el mundo me había engañado y, sin embargo, lo único en mí que todavía no se había apagado, que nunca se apagó, fue la tenue luz de Mi Señora? ¿O cuento todo lo que pasó después? Mejor será que lo deje aquí y me limite a alguna pincelada.

Aquel jueves, 15 de agosto de 1991 amaneció algo nublado en Czestochowa. Había mucha gente, y hacía mucho calor, y no teníamos sitio, ni cerca ni lejos, y yo estaba cansado, y no me enteraba de nada. Sobreviví aquella mañana como pude y, una vez que acabó todo, hacia las 2 de la tarde, me dirigí, movido por la curiosidad, hacia la gran explanada. No quedaba nadie ya, sólo montones de basura esparcidos por el suelo y, allá arriba, la imagen de la Virgen del Monte Claro, a punto de ser retirada por la organización. Alguien, a mi lado, me dijo: “¡qué bien ha hablado Juan Pablo II! ¿Y la consagración de los jóvenes a la Virgen María, la has oído? ¡Impresionante!". Era cierto, luego leí los textos y eran conmovedores, pero en aquel momento yo no lo sabía, ni me importaba. Mi amigo siguió hablando: “¿Ya le has pedido a la Virgen una Gracia? Todos los que hemos venido tenemos derecho a una".

¿Derecho a una Gracia? El lenguaje casi jurídico me desconcertaba, pero me puse a ello. Al fin y al cabo, no es cuestión de dilapidar así como así las cosas a las que uno tiene derecho. Es curioso, porque, a partir de ese momento, fue como si mis propios pensamientos hubieran dejado de pertenecerme, y Alguien hubiera tomado control de ellos. Muchos años más tarde supe que era el Espíritu Santo, señal siempre inequívoca de que las oraciones van por buen camino, pero esa es otra historia.

El caso es que lo único en lo que pude pensar es en un pobre bebé, que por entonces tenía unos 8 meses y estaba internado en el Centro de Cardiología más importante del país, sin muchas esperanzas de nada, puesto que tenía una enfermedad grave e incurable. Yo era, en cierta manera, responsable de aquel bebé, puesto que unos cuantos meses antes había pedido en su nombre a la Iglesia la Fe. Sólo acerté a hilar el siguiente pensamiento: “Señora, Virgen María de Jasna Gora, acuérdate del pequeñín, cuídalo, protégelo de todo mal y guárdamelo para la Vida Eterna". Luego me fui. Autobús y más autobús, hasta que, días después, llegamos a casa.

Como ya los lectores habrán adivinado, cuando fui a visitar a mi ahijado al hospital, no estaba allí. Me temí lo peor, pero la enfermera me tranquilizó: “lo hemos dado de alta"; inexplicablemente, la lesión cardiaca había desaparecido. Estuvo algunos meses, incluso años en observación, tal era el desconcierto de los médicos, pero jamás ha vuelto a tener problemas del corazón. Hoy en día es un chico alto, rubio, guapo, atlético y simpático. En su tiempo libre es bombero voluntario. Está ahora mismo preparando la selectividad y, si Dios quiere, algún día será médico.

Cuando fui a verlo a su casa, lo primero que les pregunté a sus padres es qué había sucedido. “Nos llamaron del hospital para que fuéramos a recogerlo. Estaba curado, eso es todo". “¿Cuándo fue eso?” “El jueves pasado, después de comer, pasadas las dos de la tarde".

Mi oración favorita, a la Inmaculada Concepción, me la enseñaron de niño en el colegio. Uno de sus párrafos dice así:

“Sé, Madre mía, aurora siempre hermosa
de los limpios horizontes de mi corazón de niño.
Que tu hermosura llene de luz mis ojos,
de la miel de tu nombre mis labios,
mi corazón, de la flor de tu cariño.
Pon alientos de santidad en mi pecho,
sé faro de mis luchas, en el mar de mis años de juventud,
y no permitas que, pobre y derrotado bajel,
olvide nunca el puerto de tu Corazón de Madre.”

Siempre que lo rezo, a la mañana, pienso que mi vida no admite mejor resumen que ese: lo más hermoso que contemplé, lo más dulce que he podido pronunciar, los mejores amores, la tenue luz en las oscuras luchas, el puerto en el que descansar tras la batalla, todo eso y mucho más, que mis pobres palabras no alcanzan a describir, eso es la Virgen María.

Fredense.