Beatificación de Mons. Jacinto Vera, primer Obispo del Uruguay
Juan Zorrilla de San Martín es considerado en Uruguay “el poeta de la Patria”, sobre todo por su obra “La leyenda patria”, donde canta la gesta de los 33 Orientales.
Laico católico militante, participó en la fundación del que entonces era el partido católico, la Unión Cívica.
En 1881 pronunció en la Catedral de Montevideo este discurso ante los restos del recién fallecido Mons. Jacinto Vera.
Discurso pronunciado, en el atrio de la Catedral de Montevideo, ante el cadáver del Ilustrísimo y Reverendísimo señor don Jacinto Vera, primer obispo del Uruguay.
Señores:
Por comisión del Club Católico de Montevideo, tengo que dar a la palabra dolorosa algunos momentos que me veo en el caso de arrancar a las lágrimas; a las lágrimas que, en este momento, bañan mi alma, y el alma del pueblo uruguayo enlutado y consternado …………………………………….
i Padre!… ¡Maestro!… ¡Amigo! … ¿Dónde estás?
Dinos que es verdad que esos tus ojos están cerrados para siempre; cuéntanos cómo esa tu mano ha caído para siempre postrada a fuerza de bendecir; haznos saber que la última sonrisa que debías cambiar con la muerte, tu última amiga, es esa que tienes helada entre los labios, y que en ellos quedará inmóvil para siempre; danos la triste noticia de que ese tu corazón está por fin deshabitado, deshabitado del amor que en él vivió, que en él y con él se movió determinando sus latidos; dinos todo eso, por más amargo que sea… pero dínoslo una vez siquiera, para que sintamos, una vez más, el contacto de tu vida, para que podamos decir a nuestros hijos, a las generaciones a quienes transmitiremos tu memoria, cuál fué la última vez que escuchamos tu voz que era armonía, tu voz que consolaba, que acariciaba, que era verdad…………………………………..
Señores, hermanos, pueblo uruguayo: el santo ha muerto. Su espíritu invisible anda en torno de nosotros, y recoge nuestras lágrimas, que, en este momento, son lluvia de la tierra al cielo.
Ha caído, señores, como él lo presentía, como él lo anhelaba: en actitud de apóstol, andando, abrazado a su cruz en medio de nuestros campos desiertos, mártir de su deber de caminante. Se ha desplomado en nuestros brazos, como el águila herida de muerte en los aires, que deja en ellos su vuelo, que es su alma, y devuelve a la tierra lejana su cuerpo solo.
Él tiene derecho, oh, sí, tiene derecho, señores, a arrastrarnos como nos arrastra en el dolor de su muerte, porque siempre nos envolvió en las bendiciones de su vida.
Yo no tengo, oh hijos de ese padre común, oh hermanos, yo no tengo una frase bastante dolorosa y perdurable para que enterremos en ella su memoria. El panegírico de sus virtudes lo ha meditado anoche sólo mi llanto; perdonadme, señores, si mi palabra incoherente sólo refleja el confuso pensamiento de las lágrimas de insomnio.
¡ El santo ha muerto !
Ahora, inmóvil pero expresivo aún en su último lecho, no más duro que los que ocupaba en vida, es una sombra amiga. Vedlo: la misma muerte pierde su horror en su cara grave y apacible.
Nació predestinado a hacer la felicidad del pueblo uruguayo, y ha cumplido la voluntad de Dios.
Fué verdad, fué abnegación, fué consuelo, fue paz, fué ejemplo.
Él pobló de palabras acompañantes la soledad del lecho de muerte de nuestros padres, de nuestros hermanos, de nuestros amigos. ¿Recordáis su sonrisa? Ella sólo ahuyentaba los rencores, conciliaba las familias, desarmaba a los enemigos. Hablaba con los hombres, con la misma ingenua ternura que empleaba para bendecir a los niños. Y los hombres se sentían niños cuando estaban con él. Su sola presencia era una resignación difundida; su voz curaba y alentaba: su plegaria fecundaba como un riego, como una lluvia lenta que cae sobre el campo mientras dormimos.
L,a historia de este anciano muerto, señores, es la historia íntima, amarga muchas veces, desconocida casi siempre, del espíritu de su pueblo. ¡Oh santo mensajero! Él se ha llevado en el alma el alma de nuestros dolores, al foco de las eternas redenciones; él es nuestra vida que alienta en la eternidad.
Maestro, buen maestro: las oraciones que nos enseñaste perfumarán de incienso tu memoria, de incienso ardiente. Duerme en paz, que nosotros velaremos.
Padre perdido para nuestro amor de la tierra: enséñanos a llenar el vacío que en nuestra alma dejas; enséñanos a llenarlo con los amores del cielo.
Amigo, santo amigo: te besamos en la frente, con un beso húmedo en lágrimas que corren.
Ayúdanos a seguir el ejemplo de tu vida, como hemos seguido, oprimidos y llorosos, el camino de tus despojos.
Padre, maestro, amigo… Dios lo ha querido: te dejamos en la soledad de tu sepulcro.
Cúmplase la voluntad divina e inescrutable. Bendita sea la mano que nos castiga, sacándonos al que amábamos de nuestro lado.
Adiós, buen padre; la fe y las oraciones que nos enseñaste serán nuestro tributo para tí. Tú has muerto en el Señor. Duerme en paz, duerme en paz en su regazo. Nosotros haremos silencio, largo y acongojado silencio.
2 comentarios
Hay beatificaciones que por su "oportunidad" son más "providenciales".
Que Nuestra Señora de los 33 nos bendiga y proteja siempre.
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