Hace más de 2000 años ese gran político que fuera Cicerón, definía a la Historia como magistra vitae (“maestra de la vida”), en cuanto nos hace obrar prudentemente al ver los aciertos y errores de nuestros antepasados.
Los estudios históricos, sin embargo, tenidos por menos durante cierto tiempo, comenzaron a ser revalorizados por la ideología marxista en vistas de construir el futuro. De este modo, en especial durante el siglo XX, se inició el trabajo –lento pero seguro– de relatar la historia desde una óptica tuerta, cuando no ciega. Había que “construir” el pasado para controlar el futuro.
Varias generaciones han venido educándose en medio de falsedades históricas que, como la gota que horada la piedra, fueron poco a poco planteando interrogantes más allá del estudio pretérito y que, no pocas veces, hacían (y hacen) de preámbulo para la pérdida de la Fe y de la misma razón.
“¿Pérdida de la Fe?” Sí. Es que toda mentira atenta contra la Verdad.
Pero alguno dirá: “¿qué tiene que ver la Fe con la Historia?”. Mucho, muchísimo; es que no hace falta atacar la Santísima Trinidad para perder la Fe: basta con destruir algunas verdades históricas que se relacionan con ella para lograrlo: ¿Quién no dudará de la Biblia si se ha machacado hasta el cansancio de que “descendemos del mono” como si fuese un “dogma”? ¿Quién no pondrá en tela de juicio la labor de la Iglesia en América si se nos la presenta como la cooperadora de un “genocidio” indígena?
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