De entre los lectores de nuestro humilde sitio, hay de todo: desde amas de casa que oyen sus audios mientras realizan los quehaceres cotidianos hasta los profesionales adultos que desean re-formarse luego de la universidad progre, o los abuelos que, ganándole la batalla al tiempo, se ponen al día con la tecnología para poder acceder a cursos, conferencias o libros “en pdf".
Pero también hay jovencitos con ganas de nadar contra corriente.
Y este es el caso de Rocío Córdoba, de apenas 16 años y lectora de nuestro sitio que, desde hace un tiempo , gracias a Dios y a su familia, viene bebiendo en las fuentes de la mejor tradición literaria y, al mismo tiempo, publicando. Sí; publicando.
Presentamos aquí, a fin de ver lo que hacen los grandes libros y la buena educación, “Madre e Hijo. Sobre la manera de disfrutar la buena literatura”, galardonada con el primer premio en el XXVI Certamen literario católico nacional Cardenal Antonio Quarracino, para…
Que no te la cuenten…
P. Javier Olivera Ravasi, SE
Madre e Hijo. Sobre la manera de disfrutar la buena literatura
Por ROCÍO CÓRDOBA
“Tienen tus ojos Madre, tanta bondad
Que al mirarlos me inundo de gozo, me inundo de paz…”
“He buscado el sosiego en todas partes,
y solo lo he encontrado sentado en un rincón apartado con un
buen libro en las manos” (Tomás de Kempis)
— Sí, sí. Lo sé. ¿Pero por qué? No es para tanto –replicó enfadado y visiblemente alterado.
La tenue luz que iluminaba la sala iba apagándose poco a poco. Una voz femenina contestaba suave, pero en un tono firme y seguro. Silencio. Solo se escuchaba la caída torrencial de la lluvia y un ruido de pisadas, como si alguien hiciera interminables círculos en el suelo. En el exterior de la antigua y señorial casona resonó un fuerte trueno. Las pisadas cesaron y, cual eco del anterior sonido, se oyó dentro el estrépito de varios trozos de madera que crujían y caían. Luego, la figura de un joven se deslizó por la puerta de la sala y se escabulló nervioso.
Después de aquella noche, el cielo amaneció despejado, de un hermoso y limpio celeste. Cualquiera que tuviese alguna preocupación, era invitado a dejarla de lado por el alegre piar de los pájaros. Pero, aquella armonía parecía no entrar en la habitación del piso superior. Tomás, se levantó y se dispuso a bajar para el desayuno, todavía bastante inquieto. Cuando se dirigía hacia el comedor sintió voces:
— ¿Has subido a verla? ¡Qué espanto, toda destrozada! –Murmuraban por lo bajo dos sirvientas.
Él siguió su camino mientras intentaba quitarle importancia al asunto: “Que exageración, además ya estaba muy vieja, en algún momento iba a pasar”. Se sentó a la mesa y tomó su café acompañado tan solo por el monótono y sombrío “Tic-Tac” del reloj y de sus cambiantes y abrumadores pensamientos. Al terminar, pasó a la biblioteca.
Sin saber cuándo ni porqué, se encontró mirando el tondo ubicado sobre el dintel de la chimenea. Habiendo logrado pasar por entre las gruesas ramas de un ombú, un diminuto rayo de sol lo iluminaba y, aunque era de humilde tamaño, las dos figuras representadas resplandecían con inusitada luminosidad. Tal vez la pintura era de las que su madre había heredado de su abuela, no lo recordaba. Nunca le interesaron los objetos de sus antepasados, pertenencias gastadas y viejas. Pero este era distinto, la mirada de la mujer le hablaba directo al corazón, como si estuviera viva.
A sus dieciocho años, había conocido a muchas jóvenes; pero ninguna que tuviera aquellos ojos colmados de suave cariño. Muchas de ellas, cuando querían demostrar su buen humor reían alto, pero ninguna poseía ese destello de alegría en la mirada, reflejo de sincera felicidad. Muchas, le habían dirigido miradas de todo tipo, pero la de Ella, ¡Ah!, con una sola, lo había inundado de gozo y de paz.
Quién sabe cuánto tiempo estuvo allí parado, con las manos hacia atrás, contemplándola absorto, esperando que despegara sus delicados labios y le dirigiera la palabra. No era necesario. Ella, con su apacible y dulce sonrisa le estaba mostrando una respuesta. Vio entonces que estrechaba a un Niño, de cara regordeta y sonrosada, que en su mano sostenía la granada de la Redención. El pequeño, radiante de felicidad, se dejaba abrasar por su amantísima Madre.
Desde los brazos de la Reina del Amor Hermoso, aquel Niño lo llamaba con dulzura a hacerse pequeño como Él y entrar en su Reino. Conmovido, Tomás dejó caer sus lágrimas y, postrado de rodillas, les prometió hacer lo posible para llegar a aquel hermoso lugar. Sabiéndose indigno les solicitó su auxilio, y la Madre y su pequeño Hijo, sonrieron complacidos.
Luego de la valiosa invitación, se sintió gratamente reconfortado. Subió al saloncito particular de su madre, pero no la encontró. En cambio, avergonzado, vio la antigua mecedora destrozada en el suelo. Juntó las partes de madera desparramadas, las acomodó en una caja y salió, llevando consigo el paquete. Se dirigió a los establos, montó a “Azahara” y se alejó arrepentido.
Al poco tiempo, se encontraba frente a un galpón que desprendía el olor a aserrín que tanto le gustaba cuando era niño y jugaba con el hijo del carpintero. Allí lo recibió un muchacho de contextura firme:
— ¡Pero mira quien vino! ¡Si es Tomás!
— ¡Esteban! –Y con un fuerte abrazo, quedaron franqueados los diez años de ausencia. Entre bromas y recuerdos, Tomás le entregó la caja para que recreara la silla.
Cuando se despidieron, pensó en su antiguo compañero de juegos, ahora convertido en carpintero y en protector de su viuda madre. Le sorprendió la fórmula de su felicidad: oración, sanas amistades, y buenas lecturas.
Se comparó con él, siempre agobiado, sin hacer nada, y aceptó dentro de sí (nunca se habría atrevido a admitirlo frente a alguien más) que las maneras de diversión de la ciudad solo le traían dolores de cabeza y un vacío que continuamente estaba ahí. Claro que lo intentaba llenar: con más fiestas, buscando la novedad, queriendo ser el más llamativo, entre otras cosas. Pero en vez de saciarse, el vacío se agrandaba.
No lo entendía, tal vez nunca lo conseguiría, y solo debía “aceptarlo”, pero no quiso resignarse. Pensó en el cuadro. No lo quería olvidar, la paz y la esperanza que le habían transmitido eran tales que no estaba dispuesto a dejarlas ir. Asombrado, sintió que no tenía miedo: no confiaba en su propia fortaleza, sino en la de Ellos.
Estaba tan ensimismado en sus pensamientos, que soltó las riendas y su yegua tomó el camino que mejor le pareció. En vez de ir por el principal, se adentró en uno más angosto y sombreado. De repente, divisó una figura que caminaba hacia ellos. Frenó con un golpe tan brusco que Tomás estuvo a punto de salir disparado por el aire y darse de bruces contra el suelo. Pero lo único que se dio, fue un susto al encontrarse tan pronto en el jardín trasero de su estancia. “Azahara”, de noble raza árabe, alzó el hocico, lanzó un jubiloso relincho y se dirigió hacia la mujer con un jovial trote.
— ¡Mamá! –exclamó Tomás.
Su madre paseaba bajo el sol matutino mientras recogía blancas azucenas. Poseía una tez morena, curtida por el sol y por las dificultades de la vida. Por entre los cabellos empezaban a vislumbrarse finísimas hebras plateadas, y a los costados de sus ojos ya había algunos surcos trazados por las alegrías y tristezas. Sus ojos transmitían sosiego, y cuando se posaban con fijeza, era difícil sostener aquella mirada sin decir la verdad.
A Tomás le pareció verse a sí mismo de pequeño, corriendo torpemente a abrazarla después de haber realizado alguna de sus travesuras, buscando sinceramente su perdón. Esbozó una triste sonrisa. Ya no era tan sencillo, su orgullo no le permitía reconocer que no era ella quién no sabía comprenderlo. Pero cuando desmontó y se le acercó, descubrió que aquellos ojos claros y significativos estaban posados sobre los de él, con tanto cariño que sintió como su corazón se arrebataba de agradecimiento. Corrió hacia ella y la abrazó.
Pasaron los días y las discusiones cesaron, dejando paso a conversaciones amenas entre mates y tortas fritas. Comenzó a sentir amor por ella, por sus ancestros, por aquellos objetos antes despreciados, y por los Avemarías que ahora escuchaba gustoso de sus labios. Pasaron los meses y Tomás fue creciendo en responsabilidades, comenzó a ayudar con los trabajos de la tierra. Pasaron los años, y agradeció ese abrazo del perdón que lo llevó a reencontrarse con su progenitora y aprendió a valorar la vida con la dolorosa muerte de su madre. Todo era distinto…
Era un cálido día y se oía la melodía de los pájaros que trinaban desde las copas de los algarrobos. Bajo uno de ellos, se podía ver la figura de un muchacho. Sus ojos oscuros estaban posados con avidez sobre el objeto que poseía entre sus manos, y a su lado había un ramillete de blancas flores.
A partir de aquella y tan querida primavera, Tomás tenía la costumbre de recoger las primeras azucenas y depositarlas frente al pequeño tondo. Era una manera de agradecer el nuevo rumbo que había tomado su vida. Quien hubiese tratado con el Tomás de antaño, ahora se habría quedado impresionado de su cambio.
A partir del manuscrito representado en la Virgen del Magníficat comenzó a interesarse por los libros de la biblioteca. Se complacía en sentarse en algún sitio apartado a leer. Se hizo amante de la buena literatura, esa que abre puertas al mundo exterior y en particular a la vida interior. Por eso, disfrutaba tanto de la compañía de sus nuevos amigos y maestros: El sagaz padre Brown tenía mucho que mostrarle sobre los misterios del hombre y sus relaciones; el incomparable Bilbo le narraba apasionantes y provechosas aventuras; su inquieto sobrino Frodo y el inseparable Sam le señalaron, como también lo hacían Athos, Porthos y Aramis, los caminos de la verdadera amistad.
Laura, aquella sonriente niña, lo inició en el camino del amor y la obediencia; Edmundo Dantés le ayudó a comprender lo que significan la paciencia y el saber esperar y confiar en Dios. Acompañó al Corsario Negro, a Morgan, a Yolanda y a los demás filibusteros en increíbles andanzas, y supo de caballerosidad y de arrojo.
Teresita fue la encargada de mostrarle como empequeñeciéndose crecería, a lo que Juana le agregó la docilidad para lograr engrandecerse. La valiente Lucía Miranda y su vigoroso marido Sebastián Hurtado le demostraron que era posible entregarse del todo a sus grandes ideales y a no dejarse amedrentar por las vicisitudes de su empresa. De la mano de la valerosa Belén, recorrió mares e islas, mientras comprendía la importancia de la vocación. Fueron los notables Tomás y Agustín quienes le expusieron las diferentes maneras, aunque de cierto modo semejantes, de alcanzar la Gloria. Y Marta, con su tenacidad, le reveló que nunca es tarde para ser feliz.
Y así continúa la larga y sustanciosa lista… En su memoria van desfilando curiosas criaturas, humildes aldeanos y poderosos reyes: de todos y de cada uno de ellos tiene cosas que aprender.
Tomás cerró el libro, se extendió cual largo era en la hierba y suspiró satisfecho.
—Y pensar que en cosas de apariencia tan sencilla, de forma redonda o rectangular, se esconden tesoros de tanto valor.
Y sonriendo agregó:
—En un sitio apartado y con un buen libro entre las manos he encontrado el sosiego que tanto anhelaba.
Rocío Córdoba
[email protected]
Desde Córdoba capital, Arg., en la festividad de San Ignacio de Loyola,
Año 2020, a 500 años de la primer Misa celebrada en territorio argentino
Notas:
Ilustraciones: Guadalupe Córdoba
Fotografía: Lourdes Córdoba
1. La imagen de Nuestra Señora es la “La Virgen del Magníficat” de Alessandro Botticelli (1481). También llamada “La Virgen del Libro”
2. Libros mencionados (por orden de aparición en el relato)
“El secreto del Padre Brown” Gilbert Keith Chesterton.
“El Hobbit” J. R. R. Tolkien.
“El señor de los anillos” J. R. R. Tolkien. “Los tres mosqueteros” Alejandro Dumas.
“La azucena de los Andes” Raúl A. Entraigas. Biografía sobre Laura Vicuña. “El Conde de Montecristo” Alejandro Dumas.
“El Corsario negro”, “Morgan” y “Yolanda” Emilio Salgari. “Historia de un alma” Santa Teresa de Lisieux.
“Juana de Arco” Mark Twain. “Lucía Miranda” Hugo Wast.
“Esperar contar toda esperanza” y “Lo que Dios ha unido” Hugo Wast. “Corazón inquieto”. Novela biográfica de San Agustín. Louis de Wohl.
“La luz apacible”. Novela sobre Santo Tomás de Aquino y su tiempo. Louis de Wohl. “Los ojos vendados” y “El Vengador” Hugo Wast.